Por Alejandro Martínez
17/05/14 Berlín: Philarmonie. Orquesta Filarmónica de Berlín. Sir Simon Rattle, dir. musical. Frank Peter Zimmermann, violín. Obras de Schubert, Mozart y Bruckner.
La ausencia de Claudio Abbado sigue pesando desde que nos dejase en enero, y pesará mucho más si cabe conforme su legado se asiente y se engrandezca. La Filarmónica de Berlín siente quizá más que ninguna otra formación una rara orfandad al no contar ya con el que fuera su director titular entre 1989 y 2002, tomando el relevo de Karajan. Dentro de la temporada 13/14, la Filarmónica berlinesa había previsto tres conciertos con Abbado a la batuta, los días 16, 17 y 18 de mayo, dentro de su anual visita a su antigua casa. Ante su desaparición, se tomó la decisión de replantear estos conciertos en forma de un homenaje a su figura. La propuesta final resultó francamente emotiva.
El concierto comenzó con los músicos de la orquesta interpretando la música incidental de Rosamunde de Schubert, en concreto el Entreacto No. 3. Lo hicieron sin director y depositando una rosa blanca sobre el podio, donde hubieran querido contar con Abbado. Esta música de Schubert está singularmente ligada al propio Abbado, que de algún modo la había puesto en valor al incorporarla en varios de sus programas. Muchos descubrimos esta idílica partitura precisamente con la grabación de Abbado en 1989, a las órdenes de la Chamber Orchestra of Europe, para Deutsche Grammophon. De alguna manera los atriles de la Filarmónica berlinesa consiguieron el milagro de fingir la presencia de Abbado, recreando esta partitura tal y como él la hubiera matizado y querido. De alguna manera no cabe mayor testimonio a la labor de un director musical que esa: mostrar que aprendieron a escucharse de tal manera que podían trasladar sus intenciones sin siquiera requerir su presencia propiamente dicha. Y es que Abbado enseñó sobre todo hasta qué punto la música es un arte de la escucha, en el que no cabe la ejecución sin prestar suma atención al resto de referencias que se conjugan en un concierto. En esta música de Rosamunde la ausencia de Abbado se tornó pues en una mágica elocuencia.
El segundo homenaje de la noche vendría de la mano del violinista Franz Peter Zimmermann, que interpretó también sin director musical el concierto para violín No. 3 de Mozart. Zimmermmann no ha sido nunca un violinista mediático, al modo de los Shaham o Mutter, de su misma generación año arriba, año abajo, tan arropados por la mercadotecnia discográfica y el circo mediático en sus comienzos. Y sin embargo este violinista alemán atesora ya unos treinta años de una carrera tan discreta como profesional. Con su interpretación de este concierto de Mozart dio muestras de su acabada solvencia, con un gesto apolíneo y una expresividad austera. No es un virtuoso, pero sabe perfectamente lo que se trae entre manos. Así, tras un primer movimiento, el allegro en forma sonata, un tanto superficial, casi una faena de aliño, consiguió sin embargo instantes de gran belleza en el segundo, el adagio, de un lirismo evocador y preñado de ensimismamiento; brillante Zimmermann aquí en la ejecución de la cadencia. Impresionante también el acompañamiento de los filarmónicos en este punto, atentos, precisos, capaces de una densidad de matices digna de elogio. El tercer movimiento, un rondó allegro, lo remató el violinista alemán con extrema limpieza y medida, destacando aquí también el virtuosismo de las maderas.
La segunda parte del concierto traía un plato fuerte y contundente: la Séptima de Bruckner a las órdenes de Simon Rattle. Va siendo hora de reconocer al maestro británico su gran valía. Sobre todo por parte de quienes no vimos en él singulares méritos cuando fue nombrado titular de la Filarmónica de Berlín en 2002, hace ya doce años. Por ignorancia propia, desde luego, porque Rattle ha dejado bien claro desde entonces que es una batuta importante, a la altura del puesto que desempeña. Su Séptima de Bruckner, dirigida sin partitura, fue muy apreciable. Se podrá discrepar en la elección de los tiempos aquí o allá y en pequeños y puntuales matices de expresividad, pero si hablamos del puro oficio, de su puro desempeño como director musical desde el podio, sólo cabe aplaudir. Aplaudir a un director que comunica, ordena y matiza de un modo transparente y nítido. Y es que un director musical no tiene tan sólo sobre sus hombros la responsabilidad de sostener el edificio musical que es una partitura; su labor consiste también en seducir al público para que le acompañe en ese trayecto que es siempre la interpretación musical. Por otro lado, y quizá les parezca una boutade, lo cierto es que todos los grandes directores poseen una gran mano izquierda, prodigiosa y elocuente. Rattle sostiene sobre el gesto de su mano izquierda, preciso y poético, casi todas las inflexiones de su dirección musical, con una claridad y énfasis dignos de elogio.
Quizá no estemos con Rattle ante una batuta de calado histórico, sobre todo al frente del repertorio alemán, del que nunca fue un experto conocedor, pero poco a poco ha ido demostrando su gran oficio, curiosamente justo cuando su personalidad aparece ya más desdibujada, venido a menos el impulso de apertura y renovación que trajo consigo en los primeros años al frente de la Filarmónica de Berlín, cuando parecía haber llegado para espolear a la formación hacia nuevos repertorios y experiencias. A diferencia de Mahler, no es Bruckner un compositor con el que Rattle haya mostrado nunca antes especial afinidad. Tampoco Brahms, y tiene previsto interpretar un ciclo completo de sus sinfonías el próximo mes de septiembre. De modo que contemplar a Rattle hoy dirigiendo un Bruckner con tanto oficio y solvencia es síntoma de una cierta domesticación, como si la gran orquesta alemana hubiera de algún modo fagocitado a su titular, capaz a su vez de acomodarse a dirigir con un nivel tan acabado un repertorio tan poco próximo a sus orígenes. Lo que más sorprendió de Rattle al frente de este Bruckner fue la calculada locura con que precipitó el tercer movimiento, de un vértigo casi matemático. Sin duda, esta Séptima quedó como un gran testimonio a Abbado por parte de su sucesor en la Filarmónica de Berlín, una orquesta entregada de forma impresionante durante toda la interpretación, exhaustos como si fuera su último concierto.
Foto: Cordula Groth
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