La composición se constituye, a nivel estructural, por una serie de motivos ostinato en el arpa, que forman un ritmo asincopado con la melodía del violín. Ésta, por su parte, brilló por encima en esa textura tan contrastante entre lo radicalmente rítmico y lo melódico, construyendo una suerte de forma sonata con muchas licencias, ya que, al final de la pieza, se retoman los motivos iniciales, sin recordar del todo al principio. Nada queda intacto. Es una melodía que carga con esa incertidumbre que crean las piezas muy modulantes, que se desenvouelve en un tour de force que muestra su impotencia al querer y no poder llegar a ser alegre. Es una de esas melodías que se conservan en la tradición popular. Después, Díaz tomó unas de esas melodías y la atravesó con las brechas que en ellas ha abierto la historia: entre ellas las de Falla y Albéniz (a quien veladamente, con su nombre invertido, hace homenaje esta pieza), y también la música de los gitanos del Este, la de las czardas y el klezmer, melodías sin duda peligrosas cuando se está fuera de casa. En la embajada española se dio cita un gran grupo de emigrantes, quizás porque este tipo de piezas también va un poco de ellos. Son obras que arrastran una pena dulce y vieja, la que recuerda al país que se ha dejado, a la vida que, de pronto, cabe en una maleta.
El concierto, además, incluyó piezas de Massenet, Tsintsadze, Skorik, Falla y Saint-Saëns y Penderecki. En todas ellas, las dos jóvenes músicos demostraron que, por un lado, la juventud y el buen hacer no están reñidos y, por otro, lo fructífera e interesante que puede resultar un conjunto relativamente poco común como el violín y el arpa.