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Crítica: Segundo concierto de Behzod Abduraimov, Yuri Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo en Ibermúsica

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
27 de enero de 2020

Con Mariss Jansons en el recuerdo

Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 23-I-2020. Ciclo de Ibermúsica. Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Behzod Abduraimov (piano). Director musical: Yuri Temirkanov. Concierto para para piano y orquesta nº 1 en do mayor, op. 15 de Ludwig van Beethoven. Sinfonía núm. 4 en fa menor, op. 36 de Piotr Ilich Tchaikovski

   Este jueves 23 ha tenido lugar el segundo de los conciertos que Yuri Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo han ofrecido en el ciclo de Ibermúsica para sustituir a los inicialmente previstos de Mariss Jansons con la Sinfónica de la Radio Bávara. El pasado 30 de noviembre, el inolvidable maestro letón nos dejó para siempre pero su recuerdo permanece indeleble. De la misma manera, sus lazos con la orquesta que le vio nacer como director, le eran imborrables. El 1 de noviembre de 2013, tuve la suerte de asistir en Amsterdam al concierto que conmemoraba el 125º aniversario de la mítica Orquesta del Concertgebouw. Al terminar una magistral versión de la Sinfonía resurrección de Mahler, que precisamente tocarían días después en Moscú y San Petersburgo, se le hizo entrega de la Medalla de Caballero de la Orden de Orange-Nassau. Le preguntaron por sus «otras» orquestas. Un músico como él, que a lo largo de su vida había actuado con una gran cantidad de ellas, solo mencionó tres. De dos de ellas fue titular: la de Pittsburgh, su orquesta americana, y la Filarmónica de Oslo, la primera que le permitió dirigir con regularidad fuera de la Unión Soviética. La tercera, como no podía ser de otra manera, fue la Filarmónica de San Petersburgo, orquesta dónde dirigió su padre Arvids, y donde dio sus primeros pasos junto a él, junto al mítico Evgeny Mravinsky, y junto al director de esta velada, Yuri Temirkanov.


   El cambio de orquesta y director trajo también el cambio de solista y del concierto que ocupaba la primera parte, pero no la sinfonía a interpretar, la Cuarta de Tchaikovsky. Yo, que soy algo antiguo, sigo pensando que aún no hemos cambiado de década, y que lo haremos la noche del 31 de diciembre de este año. Pero si hago caso a la gran mayoría que ya nos ha cambiado a «los 20», este concierto me ha permitido ver cuatro veces esta misma sinfonía, con esta misma orquesta y director, en las últimas cuatro décadas, y con ello, seguir la evolución tanto de esta fabulosa centuria como de este maestro que en el pasado nos mostraba una presencia eléctrica, gestos algo grandilocuentes, mirada afectada, y que casi siempre estaba al borde de infarto, hasta el Yuri Temirkanov de la noche de ayer, de andares, gestos y tempos cada vez más celebidachianos.

  Lo que no ha cambiado en estos años es su capacidad innata para hacer de cada obra, una sorpresa perenne y una nueva ocasión para llevarte a su huerto particular. En sus manos, sus «caprichos» y sus «excesos» resultan tan naturales que te abducen casi desde el acorde inicial. O a veces, no desde el inicial, sino que necesitas varios compases para entrar en su mundo. Como en el incompresible arranque del Andante sostenuto inicial, con una lentitud exasperante -en la que sin embargo no hubo atisbo de falta de intensidad ni de fuerza- que cobró todo su sentido tras la magistral transición al tema intermedio, donde con un pianísimo orquestal de quitar el hipo, se imbricó de manera increíble en el cuasi-vals de ritmo ternario, que si no fuera por donde estábamos, nos habríamos puesto a bailar. Ya nos había abducido. Con una transición de libro, el contraste fue brutal, con sacudida de metales y maderas, y el envoltorio de lujo de una cuerda enorme, poderosa, reforzada hasta los 10 contrabajos, pero de gran luminosidad y perfectamente empastada. Esas son las ventajas de llevar 40 años juntos, y de conocer la acústica del Auditorio Nacional casi desde sus inicios. El tempo se mantuvo casi invariable en la última repetición, con la cuerda flamígera y los metales apabullando, hasta el clímax final.


   Menos extremo fue el Andantino posterior. El Sr. Temirkanov nos envolvió en un patetismo descorazonador, con cuerdas y maderas dibujando una perfecta canzoneta, y desembocando en un clímax expresivo y algo contenido. Fraseo, fraseo y fraseo suelen ser las características de los viejos maestros, y éste fue un perfecto ejemplo. Cargó algo más las tintas en el segundo tema, y los músicos, que llevan a Tchaikovsky en su ADN, nos elevaron aún más el nivel de congoja que no desapareció hasta el acorde final. Afortunadamente, el humor del Scherzo, nos permitió relajarnos algo y disfrutar de unos pizzicatos de manual, y por qué no decirlo, también de varias frases de las maderas, como la de DmitryTerentyev, el flautista solista, que nos recordó un par de veces lo de «aquí estoy yo».

   Apretó algo más el Sr. Temirkanov en el Finale, y la orquesta elevó aúnmás el pistón. Cuerdas flamígeras, maderas casi histriónicas, y metales contundentes son claves del idioma musical ruso que se disfrutan de manera especial en este repertorio, y tuvieron su digno colofón en una trepidante coda, respondida por un público completamente entregado con un vítores y ovaciones interminables.

   Si una vez en el podio, la imagen del Sr. Temirkanov sigue desplegando autoritas, respeto y veteranía a partes iguales, cuando desciende de él se ve claramente que los años no perdonan. El andar es cada vez más arduo y trabajoso, y el cansancio también. Tras un precioso Salut d’amour de Elgar ofrecido fuera de programa, y donde de nuevo exhibió la belleza de las cuerdas petersburguesas, era evidente que el maestro no podía más, y tras una breve indicación suya, Lev Klychkov, el eterno concertino de la orquesta, les dijo a los suyos que ya era hora de terminar.


   Lo malo de los conciertos en los que la emoción sobrepasa a la razón es que corremos el riesgo de «olvidarnos» de lo que ha pasado antes. Y no sería justo, porque antes del descanso asistimos a una versión de muchos quilates del Concierto para piano y orquesta nº 1 en do mayor, op. 15 de Ludwig van Beethoven.

   Hace poco más de un año, una sustitución a Murray Perahia nos dio la oportunidad de descubrir en Madrid al joven talento uzbeko Behzod Abduraimov en un excelente recital del que fuimos testigos, y que corroboró lo que el que suscribe ya había visto en su recital de debut en el Carnegie Hall neoyorquino un par de años antes.

   Tampoco estaba anunciado en esta ocasión, pero el cambio de orquesta y de programa le ha dado la oportunidad de debutar en Ibermúsica. Y por lo que hemos visto en este concierto, la ha aprovechado con creces. Yuri Temirkanov comenzó con buen pulso el Allegro con brio.Tanto el tema inicial como la repetición sonaron con la fuerza e intensidad que pide el sordo de Bonn. La entrada del Sr. Abduraimov fue imponente por sonido, por calidez, pero sobre todo por fraseo. Mi temor inicial -que la forma superara al fondo, o lo que es lo mismo, que un abuso de sus enormes medios técnicos degenerara en velocidades inadecuadas- se disipó pronto. Sin embargo, en la fase inicial surgió un problema imprevisto. La conexión solista-director no se consiguió de inmediato. Afortunadamente, tras una cadenza bellísima terminaron de encontrarse y desde ahí hasta el final todo fue sobre ruedas. El Largo fue precioso, con un Abduraimov cantando y fraseando de manera primorosa, y un Temirkanov que llevaba a la orquesta en volandas. En el Rondo final, pleno de luz y optimismo, la conjunción entre ambos fue perfecta. Una de las claves del uzbeko es que con él, todo parece fácil. Su excelente articulación puede con arpegios, escalas o acordes, y le permite que la música respire. El fraseo es de calidad, y si a ello le sumamos un acompañamiento orquestal excelente, el resultado final solo puede ser como fue, sobresaliente.

   Una última reflexión. De las grandes virtudes de Yuri Temirkanov, destaca para mí el haber conseguido mantenerla personalidad inconfundible de su orquesta, que hace ahora 40 años recibieron Mariss Jansons y él de las manos de Evgeny Mravinsky. Esperamos que esa tradición no se trunque cuando ya no esté a su frente.

Foto: Rafa Martín

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