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Crítica: Barbara Hannigan deslumbra en la ópera 'Lulú' de Alban Berg programada en Hamburgo

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Autor: Raúl Chamorro Mena
8 de febrero de 2018

En definitiva, la Lulú de Barbara Hannigan

   Por Raúl Chamorro Mena
Hamburgo, 3-II-2018, Staatsoper. Lulú (Alban Berg). Barbara Hannigan (Lulú), Angela Denoke (Condesa Geschwitz), Jochen Schmeckenbecher (Doctor Schön), Matthias Klink (Alwa), Ivan Ludlow (Domador/Atleta), Peter Lodahl (El Pintor/El negro), Sergei Leiferkus (Schigolch), Veronika Eberle (Una violinista). Philarmonisches Staatsorchester Hamburg. Director musical. Kent Nagano. Director de escena: Christoph Marthaler

   Lulú pertenece a ese grupo de óperas en las que su autor falleció sin poder terminarlas. Alban Berg (1885-1935) dejó sin orquestar casi todo el acto tercero, aunque sí totalmente esbozado, de esta creación cumbre de la ópera del siglo XX y en la que el músico vienés, con libreto propio basado en los textos de Franz Wedekind, “El espíritu de la Tierra” y “La caja de Pandora”, no tuvo problema en zambullirse en la polémica y el escándalo (que se acentuaría con ese Nazismo ya en el poder en Alemania y pronto también en Austria) entrando de lleno en el mundo del erotismo femenino con una partitura de música dodecafónica de gran belleza. Después de diversas vicisitudes fue el compositor Friedrich Cerha (Viena, 1926) quien orquestó ese acto tercero.

   En esta producción de la Opera Estatal de Hamburgo a cargo de Christof Marthaler en lo escénico y Kent Nagano en lo musical se opta por la sorprendente opción de dejar de lado, no sólo toda intervención de Cerha, sino también la pequeña parte del acto tercero que llegó a orquestar Berg y se sustituye por una especie de arreglo para dos pianos, violín y puntuales intervenciones de percusión interna. Además, una vez finalizada la ópera y fallecida Lulú, la violinista, la alemana Veronika Eberle interpreta el bellísimo y estremecedor concierto para violín “A la memoria de un ángel” última obra de Alban Berg dedicada a Manon Gropius, hija de Alma Mahler y Walter Gropius, fallecida a la temprana edad de 18 años a causa de una poliomelitis. En este caso el ángel sería Lulú (“Ha fallecido un ángel” exclama la agonizante Condesa Geschwitz después de ser ambas apuñaladas por Jack el destripador), que experimenta una especie de “resurrección”al final de la interpretación del concierto y se une a otras cuatro mujeres en el escenario que quizás simbolicen otras Lulú o bien, que cualquier mujer puede ser Lulú. Otra circunstancia para poder encajar esta solución sería que Berg desatendió la finalización de su segunda y última ópera para terminar el referido concierto para violín, que como ya se ha indicado, fue su última obra. Uno no puede negar que disfrutó con la interpretación de esta obra excepcional, conmovedora y de una belleza casi irreal, impecable por parte de Veronika Eberle que exhibió un sonido de estimable calidad, además de profunda sensibilidad, un dominio técnico y una musicalidad de indudable factura, aunque quizás faltó una mayor calidez y personalidad, que hubieran asegurado aún mayor carga emotiva. Todo ello, además, con un espléndido acompañamiento de Nagano y la orquesta. Pero, dicho esto, y habiendo disfrutado con esta maravillosa pieza no deja de resultar arbitraria la decisión por la que opta este montaje.

   Asimismo, Marthaler sobre una escenografía de Anna Viebrock (también responsable del vestuario) con elementos que aluden al circo, al cine, al teatro, es decir al mundo de la escena que se confunde con la realidad, parece centrarse en la soledad en la que en definitiva se encuentra la protagonista, a quién se acercan sólo por su enorme potencial erótico, pero, además de no quedar claro a dónde quiere llegar, resta dramatismo y crudeza a esa ascensión (Acto primero y primera parte del segundo) y caída posterior de Lulú hasta su asesinato por parte de Jack el Destripador. Se prescinde del film mudo previsto por el autor, -que era muy escrupuloso en sus indicaciones escénicas como se puede comprobar en sus desvelos porque Wozzeck se representara según sus directrices-,entre las dos escenas del acto segundo. En definitiva, en la línea de su Wozzeck, que pudo verse en el Real de  Madrid, Marthaler resta a la obra esa fuerza teatral (fundamental en Alban Berg en sus dos creaciones para el teatro), esa progresión dramática que encierra la evolución de Lulú hasta su desintegración y bajada a los infiernos final. A esta puesta en escena se corresponde bien la dirección musical de Kent Nagano en un repertorio afín a sus cualidades. Una labor rigurosísima musicalmente, de una gran pulcritud, muy bien organizada, con una texturas orquestales de una claridad impoluta, que obtiene un sonido transparente, refinadísimo de la estupenda orquesta, pero a la que le faltó ese punto de calor, de voltaje teatral y progresión dramática.

   En definitiva y ante todo hay que subrayar, que no estamos ante la Lulú de Marthaler-Viebrock, ni la de Nagano, si no, fundamentalmente, ante la Lulú de la soprano canadiense Barbara Hannigan, todo un “animal escénico”.

   Realmente deslumbrante su interpretación en un concepto global de teatro, música y drama. Vocalmente, su volumen es limitado, los medios, prácticamente de soprano ligera, grave inexistente, centro débil y franja aguda que, lógicamente, gana brillo timbre y sonoridad, pero resuelta de forma técnicamente discutible. En repertorio llamado tradicional tendría muy difícil destacar, pero muy inteligentemente, Hannigan, que cuenta, además con una gran solidez musical (es también directora de orquesta), se ha convertido en una auténtica especialista en ópera del siglo XX y contemporánea. En Madrid aún recordamos su impactante interpretación en el Teatro Real de Agnés en Written on skin de Walter Benjamin. Uno queda totalmente boquiabierto ante la entrega, resistencia y esfuerzo físico de la intepretación de Hannigan, que desde luego, realiza una exhibición como contorsionista, acróbata, gimnasta, atleta y bailarina. Verla dar varios giros de espaldas doblando totalmente el cuello, cantar haciendo literalmente el pino o en puntas durante varios minutos como una avezada bailarina de Ballet o bien colgada por las piernas del cuello de uno de sus amantes dejó patidifuso al que suscribe estas líneas… Todos sus gestos, acentos e inflexiones vocales tuvieron una significación dramática y conformaron de forma convincente esa criatura libre, independiente, enigmática, con una mezcla de inocencia y toques diabólicos, ante cuyo hechizo irresistible caen los hombres uno tras otro y también alguna mujer como la Condesa Geschwitz. Esta última estuvo perfectamente encarnada por Angela Denoke, a la que un registro agudo cada vez más problemático parece que ya ha abocado a papeles de mezzosoprano. Estamos ante otra gran caracterizadora y dominadora de estos repertorios, que mantiene un centro bien armado y un volumen respetable, además de sus dotes dramáticas incólumes. El veterano Sergey Leiferkus conserva, asimismo, su timbre tan extraño como reconocible y dotó de relieve al personaje de Schigolch. El Alwa de Matthias Klink resultó preferible en lo intepretativo que en lo vocal con su timbre gutural e ingrato, aunque el fraseo tuvo invisividad e intenciones. Más atractivo resultó el material del tenor Peter Lodahl en su doble papel de Pintor y Negro. Sólido en lo vocal y comprometido en lo intepretativo el Doctor Schön de Jochen Schmeckenbecher. Parece poco probable que esta producción de Lulú, con el sello que ha dejado Barbara Hannigan con su encarnación, esfuerzo y despliegue físico, pueda ser asumida por alguna otra soprano.

Foto: Monika Rittershaus

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