Crítica de Óscar del Saz del concierto ofrecido por la soprano Asmik Grigorian en el Teatro Real de Madrid
Grigorian triunfó... a medias
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid, 24-XI-2024. Teatro Real. Concierto de Asmik Grigorian. Obras de Mijaíl Glinka (1804-1857), Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893), Armen Tigranian (1879-1950), Balys Dvarionas (1904-1972), Nicolái Rimski-Kórsakov (1844-1908), Antonin Dvorak (1841-1904), Giacomo Puccini (1858-1924), Giuseppe Verdi (1815-1901). Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección musical, Henrik Nánási.
Indudables son las cualidades vocales y actorales de la soprano lituana Asmik Grigorian (1981), de mimbres vocales estrictamente líricos actualmente, que debutó allá por 2004 como Donna Anna, y que hoy en día demuestra versatilidad en muy distintos roles, así como habilidad para el manejo de la modernidad, en el sentido de maravillar con sus interpretaciones al público de nuestros días, empresa nada fácil, por tener que lidiar con la presente -por lo general, polémica, enrarecida- visión de los directores de escena actuales. La soprano se hizo acompañar por el esforzado director de orquesta húngaro Henrik Nánási (1975), de carrera muy activa, tanto en Europa como en Estados Unidos.
A falta de la parte actoral, en el concierto que nos ocupa -bastante exigente-, pudimos degustar las cualidades vocales de nuestra soprano a través de una interesante -pero menos conocida- selección de repertorio ruso en la primera parte. En la segunda, otro más reconocible y tradicional, con piezas emblemáticas del mejor Puccini o Verdi. Como adelanto a lo que desgranaremos, diremos que nos encontramos con una segunda parte menos convincente tanto en la parte canora como en aquella que tiene que ver con los aspectos emocionales, los que se encargan de la transmisión de los sentimientos, de las pasiones y de los estados de ánimo o psicológicos, y que en un concierto deben coadyuvarse -por razones obvias- sólo con las inflexiones y las destrezas vocales.
Agradecimos que las partes sólo orquestales no se intercalaran sucesivamente con las cantadas y no fueran numerosas como a veces pasa (hubo sólo cuatro). Durante estas piezas, Nánási estuvo muy activo y afanoso en el gesto, aunque el resultado no le luciera tanto, y no sólo porque algunas secciones de la orquesta no dieran más de sí. En la primera parte, se atacó la obertura de la ópera de Glinka «Ruslán y Liudmila», cuya movida y festiva interpretación se caracterizó por la anticipación de la magia y la aventura de este cuento de Pushkin, a través -sobre todo- de una bien conseguida vivacidad de la cuerda aguda. Fue a nuestro juicio la pieza mejor interpretada, con diferencia.
La obertura de «La novia del Zar», de carácter entre dramático y festivo -por la época que refleja- resultó deslucida por el escaso empaque de los metales y porque la parte del tutti orquestal resultó emborronada, algo imperdonable cuando se trata de mostrar la genial orquestación de Rimski-Kórsakov.
Como comienzo de la segunda parte, el Preludio del acto III de «Edgar», cuya interpretación nos pareció un tanto alejada del puro estilo pucciniano, carente de la necesaria emoción, gravedad y tensión, y cuya ejecución dentro de la ópera completa no lograría poner en situación la escena siguiente, esto es, la de la muerte y entierro de Edgar.
La obertura de «La forza del destino», antes de dar paso al Verdi canoro, estuvo carente de un mayor fondo de escala en las dinámicas, así como de una mayor energía en los bríos rítmicos y un mejor contrapeso a través de la cuerda grave, que estuvo muy cicatera.
Grigorian comenzó con la vistosa aria de «La dama de picas», ¿Por qué estas lágrimas?, que la artista delineó perfectamente, inmersa en una profunda expresión emocional introspectiva -la tristeza, el desconsuelo de Lisa- gracias a un exquisito control del legato, sutileza en las dinámicas y una envidiable afinación, conjugada con un colorismo vocal rico y sofisticado. Como nota al margen, pero importante, diremos que Nánási y Grigorian no se miraron en ningún momento durante las piezas conjuntas, seguramente porque se plantearon -a nuestro juicio, equivocadamente- no dejar nada al albur de que, de repente, saltara alguna «chispa» que encendiera la emoción.
Menos conocida, pero preciosa sin duda, fue su contribución a la bella aria de la ópera «Anoush», Una vez el sauce fue una bella doncella, nacida del músico armenio Tigranian, que se corresponde con un corpus compositivo que conjuga drama local con folclore nacionalista. La parte del aria, tan sugerente y ensoñadora, en la que se abordan los melismas cantados, alcanzó sin duda muchísimos enteros.
En la época soviética, Dvarionas reflejó muy certeramente, en su ópera «Dalia», las luchas campesinas en Lituania -siglo XVIII-, donde la aldeana Dalia lucha contra las imposiciones de la nobleza y el clero de la época. En el aria La verdad, hoy no soy yo misma, Grigorian demostró a las claras que es capaz de dominar también los registros interpretativos de la alienación y la desesperación por enfrentar el rol las opresiones de las castas dirigentes.
Uno de los momentos culmen llegó con la interpretación de la Canción de la luna, de «Rusalka», aria que mezcla la plegaria y melancolía de una ninfa que le pide a la luna que le haga llegar su amor al príncipe. Asmik Grigorian la desarrolló con maestría tanto en los matices vocales como en las dinámicas para conseguir una versión sensual, casi irreal, incluso mística, aunque lejos de conmover al respetable. Muy valorable fue también la ambientación etérea creada por la orquesta -solo de trompeta excluido, que dobla a la solista al principio del cantabile-, de forma que se realzó en todo momento la voz de la artista.
Para terminar la primera parte se abordó, de «La hechicera», Si contemplas desde las altas cumbres de Nizhny..., una de las imágenes vívidas de los paisajes rusos cuando la protagonista -Kuma- anhela la libertad de su alma. Muy apreciable fue el ejercicio de profunda introspección de nuestra soprano en una ejecución de musicalidad intachable.
Evidente es que todo los que asistieron al concierto esperaban ansiosos a que comenzara la segunda parte para disfrutar del repertorio italiano y comprobar las prestaciones de Asmik Grigorian después de haber bordado primorosamente el repertorio más afín a su lengua y a su escuela de canto. Seguramente haya más razones subjetivas que objetivas para decantarse de un lado u otro de la balanza de la adecuación de la Grigorian a los repertorios verdiano y pucciniano -teniendo en cuenta que los ha incorporado no hace demasiado-, más allá de hacer una crítica comparada con otras sopranos del presente -y del pasado- que también abordan -abordaron- estos repertorios, cosa que no haremos porque no nos gusta.
Para «Manon Lescaut», en la parte de Sola, perduta, abbandonata, una de las arias más dramáticas y emocionalmente intensas del verismo pucciniano, quizá la voz de Asmik Grigorian no se ajuste como un guante, ya que se echaron en falta densidades y colores más oscuros en su emisión, cercanos a lo lírico-spinto y necesitando una punta más de volumen. Si bien consiguió llevársela a su terreno, a nuestro juicio no resultó suficiente para obtener la matrícula de honor.
En Un bel dì, vedremo, aria de Cio-Cio-San detectamos, además de lo anterior, cierta endeblez en la franja grave y algo de «pérdida de rumbo» en la historia que se cuenta en el aria no logrando, por tanto, comunicar con total satisfacción los sentimientos de incertidumbre que sobrevuelan por el personaje. En el agudo final, hubiera sido deseable una mayor brillantez, squillo y proyección.
En la misma línea, aunque quizá nos gustó un poco más el enfoque psicológico del aria, en una versión de orfebre en recursos técnicos y contrastes dinámicos, Grigorian abordó, para finalizar, la complicada Tu che le vanità del «Don Carlo» verdiano. El problema de su versión estuvo en que no se despegó del estilo pucciniano de las piezas anteriores y que no dio tan certeramente con la intensidad dramática de la palabra, de la teatralidad, reflejada por la voz, que es lo más importante en Verdi.
Obviamente, el público respondió encantado y enfervorizado a la maestría exhibida por Asmik Grigorian, con largas salvas de aplausos y bravos. La soprano concedió para redondear su noche -podemos considerarlo como algo inusual- la larga escena de la carta de Tatiana, en el «Eugene Onegin», de Chaikovski, aunque nosotros esperábamos alguna escena de su «Salomé», papel en el que estimamos sobresale actualmente.
Todos sabemos que hay cantantes que lucen más en escena que en concierto (incluso, viceversa). Asmik Grigorian es uno de esos casos. Además de las razones dadas por la adecuación mayor o menor de su repertorio actual con su tipo de voz, por lo que observamos, en versión concierto esta gran cantante tiene el talón de Aquiles de su alicortada comunicación de los sentimientos al respetable. Abrimos aquí el debate de si esta carencia -trabajar cómo comunicar la emoción sin tener la escena, sólo con las inflexiones y las destrezas vocales- tiene remedio en una carrera que ya cuenta con veinte años.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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