«Para el que suscribe, ha sido el mejor momento de la temporada madrileña hasta la fecha».
Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Teatro Real 27-V-2019. Capriccio (Richard Strauss/Clemens Krauss basado en una idea de Stefan Zweig). Malin Byström (La Condesa Madeleine), Josef Wagner (El Conde), Norman Reinhardt (Flamand), André Schuen (Olivier), Christof Fischesser (La Roche), Theresa Kronthaler (Clairon), John Graham-Hall (Monsieur Taupe), Leonor Bonilla (Cantante italiana), Juan José de León (Cantante italiano), Torben Jürgens (El mayordomo). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Asher Fisch. Dirección de escena: Christof Loy.
Más de 22 años han pasado desde que vimos por última vez en Madrid Capriccio, la última ópera que compuso Richard Strauss. La última y la única, porque aquellas funciones de diciembre de 1996 en el Teatro de la Zarzuela supusieron su estreno en la capital de España, más de 50 años después de su estreno en Munichen 1942. Aunque fueron en el coliseo de la calle Jovellanos, el Teatro Real tuvo su parte de culpa. Tras diversos retrasos que venían de cuatro años atrás, todo estaba previsto para que en octubre de 1996, el Real levantara defitivamente el telón tras su completa remodelación, y consecuentemente, el Teatro de la Zarzuela comenzara la suya. Pero poco antes de darse a conocer la temporada de apertura, el enésimo retraso obligó a la Zarzuela a improvisar una temporada en pocos meses. Obviamente fue corta, pero muy intensa. Tuvimos ocasión de ver obras no muy habituales como el Tancredi de Rossini o La hija del regimiento de Donizetti–en una inolvidable producción de Emilio Sagi con escenografía y vestuario de Fernando Botero en la que despegaron carreras de gran interés como la de Ángeles Blancas o la de María José Moreno–, pero sin duda, el punto fuerte fue el Capriccio en una preciosa producción de John Cox para la Scottish Opera.
Compuesta entre 1940 y 1941, el libreto tenía que haber sido escrito por Stefan Zweig, el escritor vienéselegido por Strauss para sustituir a Hugo von Hofmannsthal,su libretista de cabecera, desaparecido en 1929. El compositor muniqués lo había intentado con escritores de la talla de Gerhard Hauptmann, Premio Nobelde Literatura en 1912, o con Gabriele D'Annunzio, buscando esa facultad intuitiva para descubrir temas musicales y la sagacidad pasmosa para determinar qué asuntos se adaptaban mejor en cada caso a sus exigencias, que le garantizó Hofmannsthal durante tantos años. En el invierno de 1931 a 1932, Strauss contactó con Stefan Zweig a través de Anton Kippenberg, de la editorial Insel y el vienés se avino a trabajar con él. Los comienzos no fueron fáciles, pero dieron sus frutos entre 1932 y 1934 con “La mujer silenciosa”. En febrero de ese mismo año, Zweig empieza a trabajar en los esbozos de Capriccio, y en la primacía entre la música y la letra en una ópera. Nunca sabremos cuál hubiera sido el texto definitivo si los nazis no se hubieran interpuesto en la relación, pero en las breves notas que le dedica en El mundo de ayer podemos encontrar algunas pistas. Tras él, primero Joseph Gregor, y posteriormente tanto el director de orquesta Clemens Krauss como el propio compositor, se encargaron de terminarlo y aunque el texto es de notable calidad, no es difícil aventurar que el de Zweig hubiera sido superior.
El retorno de la obra a Madrid ha sido un éxito sin paliativos. Una gran noche de ópera. Una de esas en que todo empieza a funcionar y termina yendo sobre ruedas. Y eso que alguno de los mimbres no nos lo hacían presagiar. Asher Fisch es un director de orquesta estimable, pero hasta la fecha no me había dado ninguna noche de esas que recuerdas con cariño años después. De hecho, tras el famoso sexteto, el comienzo fue bastante anodino. Afortunadamente fue un mal espejismo ya que poco después, en la lectura del soneto, la interpretación empezó a coger vuelo, y a partir del trío, tanto Fisch como los músicos de la Orquesta Sinfónica de Madrid, en una de esas noches que otras veces echamos de menos, alcanzaron una velocidad de crucero que ya no abandonaron hasta el final. El acompañamiento al alegato de La Roche, la escena de los criados, o la misma escena final fueron buena prueba de ellos. Igual que otras veces hemos criticado la prestación orquestal, esta noche rayaron a gran altura, a un nivel que orquestas de más fuste y tradición, hay noches que no alcanzan. Sin ir más lejos, los metales y en particular la trompa solista, superaron claramente el nivel de sus homólogos de la Gewandhaus de Leipzig la semana pasada en el Auditorio Nacional.
Por su parte, hasta hace muy poco tiempo, mis encuentros con el director de escena alemán Christof Loy no habían sido más esperanzadores. Sin embargo, en abril del pasado año, su magnífica producción de Das Wunder der Heliane, de Erich Wolfgang Korngold para la Deustche Oper Berlín le elevó en mis altares particulares.
Con este Capriccio, el Sr. Loy da en el clavo. Su producción es minimalista y se desarrolla en su integridad en el enorme salón de la casa de campo que la Condesa Madeleine, que se ha quedado viuda recientemente, tiene a las afueras de París. Un gran espejo opaco es testigo de su momento actual, de su pasado reflejado en una joven bailarina, y de su futuro que igualmente se refleja en una doble alta y elegante. Pero lo que sin duda hace que todo funcione es una dirección escénica detallista y precisa, que refleja los mil y un matices del libreto. Algunos amigos alemanes siempre me hablaban maravillas de las producciones del Sr. Loyd es de el punto de vista teatral. En esta ocasión, éste le hace los honores. La soprano sueca Malin Byström debuta el papel por todo lo alto. Su voz, ligeramente entubada, es amplia y tiene cuerpo. Manejada con soltura, y proyectada con suficiencia, la sueca se hace con el papel de principio a fin. Su Condesa quizás no tiene el porte aristocrático que en su día vimos en Pamela Coburn o en Soile Isokoski, pero a cambio es una condesa más intensa ymás viva, a la que no parece importarle el tener que dividir su amor entre sus dos pretendientes. Su interpretación fue de gran nivel y el públicola premió con innumerables bravos.
El trabajo de Loys e manifestó aun en mayor medida en sus dos pretendientes y en La Roche. Si vocalmente pudimos encontrar algunos problemas en el Flamand de Norman Reinhardt –de voz atractiva aunque algo impersonal y que se estrelló de manera reiterada en un registro alto escrito alrededor de la zona de paso, y que hace sufrir de manera inmisericorde a la mayoría de los tenores que lo afrontan– desde el punto de vista dramático no hubo acento, detalle o frase que se le escapara. Compartió con el Olivier de André Schuen–de voz maspesada, mejor emitida y mejor manejada– su ímpetu juvenil y sus ardores de pasión en su continua competencia para conquistar a la Condesa.
Por su parte, Christof Fischesser fue un excelente La Roche, siempre presente con una voz oscura y densa que corría sin tapujos. Si dio la talla en sus muchos diálogos, su monólogo, intenso, vibrante, convencido no solo de ser necesario sino de ser imprescindible en cualquier composición que se precie, no fue para nada histriónicoy se convirtió en uno de los grandes momentos de la noche. Además, como mencionamos antes, el Sr. Fisch y la orquesta le acompañaron de manera ejemplar. Para él hubo tantos bravos y aplausos como para la Sra. Byström.
También destacó la pareja compuesta por la diva Clairon –interpretada por una Theresa Kronthaler intensa y resuelta– y el Conde –un Josef Wagner boquiabierto que aprovechó sin duda sus momentos– y a un escalón algo inferior, aunque sin duda suficiente, la de los cantantes italianos, Leonor Bonilla y Juan José de León.
El siempre atractivo papel de Monsieur Taupe estuvo encomendado en esta ocasión a un John Graham-Hall convincente y seguro de sí mismo, aunque no nos hizo olvidar al mítico tenor Waldemar Kmentt, entonces casi octogenario, encargado de este rol en su estreno en Madrid.
Al término de la obra, el público se entregó definitivamente a este espectáculo con mayúsculas, que para el que suscribe, ha sido el mejor momento de la temporada madrileña hasta la fecha. La prueba del nueve es que no hubo ni toses, ni teléfonos, ni caramelitos. Solo ópera, que ya es mucho.
Foto: Javier del Real / Teatro Real
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