Por Vera Futer
Pocas personas he encontrado en la vida como Arkady Futer, mi abuelo. Y ya no sólo por sus cualidades como músico, concertino y miembro fundador de Los Virtuosos de Moscú, activo músico de cámara y profesor, sino como persona. Bondadoso y humilde, su honestidad se extendía tanto a su forma de actuar en la vida como sobre la música. Inevitablemente, sus cualidades como persona quedaban impresas en su forma de tocar el violín. Sacaba de su instrumento un tono cálido
Poseedor de un agudo sentido de la justicia y del deber, fue enemigo de rencillas y conflictos, convirtiéndose en figura aglutinante de los colectivos en los que trabajó. Respetado en el gremio musical como intérprete, profesor y persona de gran cultura, su llegada a Asturias en 1990 supuso un gran empuje para la vida musical de esta región. A lo largo de más de 20 años tomó parte en numerosos conciertos tanto de orquesta como de cámara, se implicó en el surgimiento de la Orquesta Oviedo Filarmonía (antes Orquesta Ciudad de Oviedo) de la cual fue concertino hasta su jubilación.
También tuvo una gran importancia como profesor. Siendo muy consciente de la importancia de la formación musical desde sus inicios, dedicó muchas horas a sus alumnos, con los que se implicaba como con miembros de su familia. Muchas horas dedicó a la preparación de sus clases, buscando siempre la solución más fácil y natural para los problemas musicales o técnicos con los que llegaban a él sus alumnos. Pero también se convertía en partícipe de sus vidas, ofreciéndoles sus afables palabras y sabios consejos.
El sonido que sacaba del violín era de tono cálido, humanista, sensible sin rayar nunca en los sentimental, y siempre unido a la perfecta ejecución técnica.
El recuerdo de este sonido me ha acompañado desde la más tierna infancia, mientras yo jugaba y él ensayaba en la habitación contigua.
Siempre me ha parecido fascinante su capacidad de hacer fácil lo difícil, convertir las dificultades violinísticas en algo casi natural. Con el paso del tiempo me di cuenta de que para conseguirlo dedicaba largas horas a revisar una y otra vez las partituras buscando las digitaciones y arcos que fueran más acomodados a la mano. Enemigo de artificios exagerados, abogó siempre por la sinceridad musical, la elegancia, el buen gusto y la expresión veraz del contenido de la partitura.
Con la misma dedicación preparaba también el repertorio para sus alumnos: días antes de que éstos tuvieran su clase, se afanaba en hallar una forma de adaptar las dificultades técnicas a las capacidades de cada uno de ellos. Y una vez llegado el momento de trabajarlas en la clase, ponía a su disposición su amplia experiencia y su extenso conocimiento musical, compartiendo con ellos sus sabios consejos.
Pocas eran las personas que no le tuvieran un profundo afecto. Sus compañeros de trabajo, sus alumnos, incluso sus vecinos y la gente que le conocía de vista, todos ellos a día de hoy le recuerdan con un gran afecto, respeto y admiración.
Estas son palabras de Álvaro Montejo, uno de los alumnos que más tiempo estudió con mi abuelo en España, viajando desde Sevilla a Asturias:
“Maestro y no profesor, transmitiendo no sólo conocimientos y técnica sino toda una actitud ante la vida, desprendiendo honestidad hacia la música y amor hacia el alumno. Todo ello con una inmensa humildad. Siempre le estaré eternamente agradecido”.
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