Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 12-III-2017. L’Auditori. Ciclo Orquesta Sinfónica de Barcelona. Obras de Parra, Beethoven, Schreker y Bartók. Arcadi Volodos, piano.
El pasado domingo 12 de marzo tuvo lugar el último concierto del programa nº 15 de la presente temporada de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña (la OBC ofrece en tres ocasiones –viernes, sábado y domingo– cada uno de sus programas semanales). Se trataba de un programa polifacético y de muy notable atractivo que contó con la dirección de una de las batutas españolas de mayor reconocimiento, como es la de Josep Pons, y cuyo mayor reclamo acaso era la presencia de un pianista del prestigio internacional de Arcadi Volodos, encomendado a hacer frente al Concierto para piano y orquesta nº 3 en do menor de Beethoven.
Es costumbre –bien intencionada– incluir en los programas de la OBC alguna obra contemporánea. En la ocasión que nos ocupa, el concierto inició con el estreno en España de Fibrillian. Sinfonía de cámara nº 2 para orquesta de cuerda, obra del compositor residente de la orquesta, Hèctor Parra. Antes de empezar, el propio autor salió al escenario micrófono en mano para dar una somera explicación de su obra. Explicación, en todo caso, pertinente, puesto que en el programa de mano sorprendía la ausencia de comentario acerca de la composición del joven autor, algo que, pese a su anecdótica apariencia, reviste mayor importancia por cuanto supone un agravio comparativo y además contribuye a perpetuar el distanciamiento popular frente a la música contemporánea, en tanto que es presentada como algo aparte.
Hecha esta puntualización y volviendo propiamente a la obra, Parra la presentó como una música programática por cuanto pretende recrear la experiencia de una fibrilación auricular –de ahí su título– mediante lo que el propio compositor definió como una suerte de polifonía no de melodías, sino de nubes sonoras superpuestas. Sin embargo, ya fuera por la propia obra o acaso por la interpretación de la orquesta, lo cierto es que el resultado fue confuso. Aquello que el compositor había tratado de poner en palabras pareció extraviarse en un desordenado barullo sonoro de cuerdas sazonado incesantemente con “pizzicatos bartók” que se agolpaban de manera –cuanto menos, aparentemente– caótica, aunque, a fin de cuentas, bien es cierto que caóticos son los latidos en la fibrilación auricular.
Tras este tibio inicio del concierto y ya con la presencia en el escenario de todas las secciones de la orquesta, el público, tras unos instantes de silencioso suspense, recibió la entrada de Arcadi Volodos con la ovación admirativa y expectante que acostumbra a saludar la aparición de un intérprete consagrado. Así pues, con todos los agentes dispuestos, el maestro Pons dio inicio al Concierto para piano y orquesta nº 3 en do menor de Beethoven. Ya en la larga y dramática introducción que abre la obra se pudo advertir la impronta del director en un trabajo orquestal concienzudo y bien ensamblado. En su labor como director musical del Gran Teatre del Liceu, Pons ha hecho patente su habilidad para extraer del conjunto orquestal un sonido claro, meticulosamente ordenado y mesurado, al servicio siempre del compositor y del estilo, aunque en varias ocasiones un tanto comedido en función de un cuidadoso acompañamiento a los cantantes. Sin embargo, liberado –al frente de la OBC– de este encorsetamiento, Pons, más allá de la acostumbrada pulcritud, supo imprimir la densidad sonora necesaria para extraer de la partitura beethoveniana su inherente tensión, tan manifiesta en el primer movimiento (Allegro con brio), ya desde el motivo inicial sobre el acorde de do menor desplegado y envuelto en misterio.
Terminada la larga introducción orquestal, entró el piano de Volodos. La interpretación del ruso estuvo intencionalmente siempre en consonancia con la concepción del maestro Pons. Fue diáfana, atenta en todo momento a las indicaciones dinámicas, siempre sobria, mesurada y, por descontado, técnicamente irreprochable. No obstante, Volodos no dio del todo la réplica al peso sonoro que el director extrajo de la orquesta, pues su piano en medio de la densidad orquestal no terminó de alcanzar un plano francamente protagónico. Sin embargo, en la extensa cadencia del primer movimiento el pianista ruso sí adquirió la requerida corporeidad sonora.
Ya en el segundo movimiento (Largo), Volodos dio lo mejor de sí. La majestuosa serenidad del tema que en solitario inicia el piano tuvo en la interpretación del intérprete ruso una fiel correspondencia, que recogió luego la orquesta en ese desarrollo melódico tranquilo, pero incesante y ligeramente divagatorio, tan característico de los movimientos lentos de Beethoven.
Finalmente, en el Rondó del tercer movimiento, Volodos incurrió de nuevo en una cierta falta de peso sonoro en su ejecución, si bien de un modo menos patente, debido al carácter más distendido del movimiento.
Con todo, el pianista ruso y la OBC capitaneada por Pons firmaron una interpretación muy estimable del concierto de Beethoven. Merecidamente ovacionado al terminar, Volodos obsequió generosamente al público con dos propinas exquisitas. En primer lugar, una hechizante versión del Minueto en do sostenido menor D 600 de Schubert. A continuación, el pianista ruso se despidió con una bellísima transcripción propia de la canción Zdes’ khorosho, de Rachmaninov. Así terminaba la primera parte del concierto.
La segunda parte comenzó con la Obertura para un drama (1913), del austríaco Franz Schreker, una versión extendida para concierto que el compositor hizo de la obertura de su ópera Los estigmatizados (1918). Pese a tímidos intentos, Schreker sigue siendo a día de hoy un compositor injustamente olvidado, por lo que la programación de sus obras es ya de por sí motivo de alegría. Mayor es la satisfacción cuando la exhumación es mediante una interpretación como la que ofreció la OBC bajo la batuta de Pons. Como en todos los compositores tardo-románticos, en Schreker –autor judío caído en desgracia con el auge del antisemitismo, pero cuyas óperas gozaron de enorme éxito a principios del siglo pasado– es patente la huella wagneriana. Una huella que en Obertura para un drama se rastrea sin dificultad en una orquestación de densísimas texturas,en una melodía incesante y embriagada que se precipita repetidamente hacia un clímax o en una paleta tímbrica formidable. Una paleta que incide por momentos en sonoridades exóticas, algo que rompe la consonancia con el modelo wagneriano y acerca la música de Schreker en cierto modo a un pastiche, si bien un pastiche siempre formidable en su urdimbre compositiva. A tenor de esto, es evidente la prefiguración del modelo clásico de las bandas sonoras de cine en la obra del compositor austríaco. No debe olvidarse que ese modelo clásico de la música para cine fue forjado por un puñado de compositores centroeuropeos exiliados a Hollywood. Piénsese en Max Steiner, Erich Wolfgang Korngold o Franz Waxman. Acaso Schreker hubiera engrosado esa nómina, de no haberle sobrevenido la muerte en 1933.
Con todo, Josep Pons y la OBC supieron dar cuenta de los mencionados aspectos de la obertura de Shreker, con una sonoridad suntuosa que evidenció solidez en todas las secciones de instrumentales, si bien es cierto que en alguna ocasión la orquesta, movida por la tendencia al paroxismo implícita en la obra, bordeó el exceso sonoro.
Si la mujer como objeto de deseo sexual es el tema central de la ópera de Schreker Los estigmatizados, de la cual –como ya se ha apuntado– el compositor desgajó su Obertura para un drama, también es este el tema vertebrador de El mandarín maravilloso, el singular ballet de Béla Bartók, cuya Suite cerró el concierto, estableciéndose así una interesante continuidad en el programa de la segunda parte. Sin embargo, lo fascinante de la obra de Bartók es precisamente su retrato de la discontinuidad de la realidad contemporánea materializada en la gran ciudad, escenario del argumento del ballet. Ya desde el inicio la música del compositor húngaro recrea el ruido informe de la realidad urbana, la frenética hiperestesia que, parafraseando al perspicaz sociólogo Georg Simmel, somete al hombre de la ciudad a una constante sacudida nerviosa. Los conatos de motivos melódicos se agolpan al modo de los signos aparentemente inconexos que colapsan el espacio urbano (así los “glissandos” de trombones que sugieren la grotesca obscenidad de los bajos fondos de una urbe –téngase en cuenta que el ballet de Bartók relata la peripecia de una mujer obligada por unos proxenetas a prostituirse–). Nada, pues, empieza o acaba en la obra del compositor húngaro, sino que todo –motivos, ritmos, efectos...– se superpone o se trunca, dando como resultado algo que recuerda a la técnica del montaje, en el modo como lo teoriza alguien como, por ejemplo, Walter Benjamin, para quien el montaje deviene la forma de recrear la realidad fragmentaria de la ciudad.
Una vez más, el maestro Pons al frente de la OBC estuvo a la altura de las circunstancias. Desde la claridad expositiva, el director catalán obtuvo de la orquesta una excelente respuesta que dio lugar a una interpretación pertinentemente incisiva, nerviosa e incluso histérica de la obra de Bartók, en lo que fue un magnífico colofón del concierto del pasado domingo.
Foto: Marco Borggreve
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