Por Alejandro Martínez
17/11/2014 Barcelona: Gran Teatro del Liceo. Strauss: Arabella. Anne Schwanewilms, Michael Volle, Ofelia Sala y otros. Ralf Weikert, dir. musical. Christof Loy, dir. de escena.
Tras un Barbero de Sevilla un tanto descafeinado, el Liceo de Barcelona ponía en escena su segunda producción de esta temporada, con la Arabella de Richard Strauss en los ropajes de una producción de Christof Loy y con el atractivo de una pareja protagonista de primer nivel, con la soprano Anne Schwanewilms y el barítono Michael Volle. Sobre el papel, sin duda, lo más atractivo de la última temporada firmada por Joan Matabosch en el Liceo. Hacía veinticinco años, por cierto, que el coliseo de las Ramblas no ponía en pie este título, ligado para siempre al que fuera el debut de la gran Montserrat Caballé en dicha casa, un 7 de enero de 1962.
Anne Schwanewilms es una auténtica especialista en un grupo selecto de papeles del repertorio de Wagner (Elsa en Lohengrin y Elisabeth en Tannhauser) y Strauss (Mariscala de Rosenkavalier, Emperatriz en Die Frau ohne Schatten, el rol titular de Ariadne auf Naxos, Chrysothemis en Elektra y esta Arabella que nos ocupa). Como ya dijéramos al hilo de su Elsa en Lohengrin en el Teatro Real, hay en su arte una genial contradicción. Y es que consigue llegar muy lejos precisamente desde un arte hecho de contención actoral y austeridad vocal, administrando sus medios, ideales para este partitura, con sutileza y elegancia, sin el menor exceso, siempre musical y poética, refinada y un punto estoica, como atemporal. Y así, poco a poco va desgranando Schwanewilms el carácter de Arabella, bien medido y construido con una inteligencia digna de elogio. Doble mérito el suyo, por cierto, al actuar aquejada por las molestias de un esguince de tobillo sufrido durante los últimos ensayos de esta producción.
Al Mandryka de Michael Volle, que ya habíamos podido ver hace dos años en París junto a Renée Fleming, le falta por lo general lirismo, demasiado enfático y tonante a menudo, seguramente porque así lo pide la producción de Loy, que es sin duda rica en su dirección de actores y en el delineamiento de los personajes. Nunca ha sido Ofelia Sala una soprano demasiado afín a nuestros oídos, para qué negarlo, pero hemos de reconocer su intachable profesionalidad en esta ocasión con la parte de Zdenko, a la que sirvió con musicalidad, teatralidad y convicción. Sustituía, por cierto, a la inicialmente prevista Genia Kühmeier. Insuficiente el Matteo de Will Hartmann, constantemente peleado con la tesitura de su parte, con incidente vocal incluido. Del equipo de comprimarios que completaban el cartel, amén de un cumplidor Alfred Reiter y más allá de la labor de aliño de Susanne Elmark con la parte de Fiakermilli, destacó tan sólo la veteranía de Doris Soffel en la parte de Adelaide.
El director Ralf Weikert, quien sostenía la batuta en esta ocasión, es ya un viejo conocido del Liceo, donde se había presentado en varias ocasiones (Giulio Cesare, 1981/1982; Falstaff y Fidelio, 1983/1984; I Capuletti e I Montecchi, 1984/1985; y Carmen, 1986/1987). No es una batuta genial, típico caso de un Kapellmeister eficiente, pero al menos tiene oficio y familiaridad con el estiló vienés que impregna toda la partitura. Desde luego, salimos ganando con respecto al previsto Antoni Ros-Marbà, cuya afinidad con la música de Strauss y con los fosos operísticos es por lo general desconocida y cuya presencia en esta producción sólo se podía explicar por componendas político-culturales de recóndita gestión. La orquesta titular del teatro hizo un buen trabajo, con un sonido netamente superior al que venía mostrando en los últimos meses, bien sea por el estimulo de Weikert, bien sea porque los refuerzos y empeños pilotados por Pons han dado su fruto. El coro, bajo dirección de su nuevo titular Peter Burian, respondió con sobrada eficacia esta vez en su breve cometido.
La producción de Christof Loy, vista ya en Frankfurt y Amsterdam, carece por lo general de la ambición que este director de escena ha mostrado en otros trabajos, siendo poco más que una recreación literal de lo marcado por el libreto en un espacio bastante aséptico y, eso sí, bajo el acento de una dirección de actores por lo general estimulante, que apenas alcanza a llenar el vacío de una escenografía que renuncia al oropel y el derroche de viejos mimbres. Pero a su propuesta, en conjunto, le falta ironía, incisión y valentía en suma para ir más allá de una recreación simplemente aseada y fingidamente moderna. Un trabajo, pues, de gran limpieza pero a todas luces poco expresivo. De no contar con dos grandes solistas como Schwanewilms y Volle, la función habría perdido muchos enteros.
Fotos: A. Bofill
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