Interpreta el Concierto para violín y orquesta nº 1 de Prokofiev bajo la dirección de Jesús López Cobos
Por Aurelio M. Seco
Temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. 15/02/14. Auditorio Nacional de Música de Madrid. SÁNCHEZ-VERDÚ: Maqbara, epitafio para voz y orquesta. PROKOFIEV: Concierto para violín y orquesta nº 1 en re mayor, op.19. MUSSORGSKY: Cuadros para una exposición. A. Steinbacher (vl.), M. Pérès (voz), Orq. Nacional de España. Dir.: J. López Cobos.
El ciclo sinfónico de la Orquesta Nacional de España ofreció la oportunidad de asistir a un concierto que, bajo la dirección de Jesús López Cobos, dejó su mayor impronta en dos aspectos fundamentales: la presencia de la violinista Arabella Steinbacher, que ofreció una resplandeciente versión del Concierto para violín y orquesta nº 1 de Prokofiev, y la inclusión en el programa de Maqbara, epitafio para voz y gran orquesta de Jose María Sánchez Verdú, todo un Premio Nacional de Música, cuya trayectoria como compositor está dejando una profunda huella en el contexto musical español.
La obra intenta amalgamar, no sin ciertas tensiones, las técnicas compositivas occidentales más vanguardistas con un cierto perfume musulmán, que se percibe más en el canto y vestuario del muecín que en la poesía del poeta sirio Adonis que le sirve de base. Un grupo de coristas susurraron algunos de sus versos en español, pero más por sus cualidades estéticas que por su contenido, que percibimos mejor en los programas de mano. Quien estaba vestido de almuédano y cantó como tal era Marcel Pérès, un experto en el repertorio litúrgico medieval, que aquí se convirtió en la principal nota del “perfume” musulmán del que habla Enrique Martínez Miura en los programas de mano.
Maqbara es una obra de muerte y poesía, un epitafio musical de contrastes y un ejercicio artístico algo incómodo de oír por su inquietante estructura tímbrica, rítmica y sonora, que resulta repetitiva, disonante y enfática. La muerte está presente en el título y en la altura de algún sonido que la tradición musical occidental vincula con el más allá. Y si en Mozart era la tonalidad de re menor, como en Lorca lo era el color verde, Verdú también apunta hacia el “re” con cierta insistencia, como hacia el “la”, nota símbolo para una orquesta y casi para una civilización que acostumbra a afinarse con diferentes diapasones. Hay ciertas notas repetidas con insistencia, coloreadas a veces con alguna altura más luminosa; otras vibran disonantes, quizás buscando amparo en la serenidad contemplativa del recitar del muecín, que parece entonar su salmodia entre místico y esperanzador, como una memento mori balsámica que, al tiempo que nos recuerda el peligro de muerte -SOS incluido-, también demuestra que en el arte, al contrario que en la política, sí parece posible la alianza de civilizaciones. La obra se presentó con cierto gusto por la teatralidad y regusto por la estructura cuidada y fluida de sus secciones. Había sido encargada por la OCNE y estrenada en el 2000 por la misma, bajo la dirección de Pedro Hallfter. En esta ocasión, el público acogió la obra con una cálida ovación, creemos que por su atractivo énfasis expresivo.
Más brillante todavía fue la fulgurante presencia de la violinista Arabella Steinbacher, extraordinaria intérprete que hizo gala de un aplomo escénico y talento musical difícil de ver en el actual contexto interpretativo internacional. Su versión del Concierto para violín y orquesta nº 1 de Prokofiev resultó excepcional. Nos pareció interesantísima su manera de frasear y usar el arco de su Stradivari “Booth” de 1716. La interpretación fue más allá de la habitual energía y frescura que suele acompañar a los jóvenes intérpretes, para resultar madura y templada. Steinbacher fraseó con auténtica profundidad de estilo y conciencia de obra, sin olvidarse de Prokofiev, que en esta composición pareció decantarse hacia un cierto romanticismo, por decirlo de alguna forma. Como propina, interpretó el primer movimiento de la Sonata para violín solo del mismo autor, ya con un estilo melódico y sentido rítmico más propio, que la artista tradujo consciente del cambio, con inusitada brillantez. Nos hemos sentido fuertemente impresionados por la musicalidad, madurez de estilo y naturalidad con que toca esta artista.
También resultó gratificante percibir la intensidad interpretativa de una orquesta que rezuma pasión y energía, pero que también podría perfilar todavía más la calidad de las interpretaciones de algunos de sus músicos. Jesús López Cobos dirigió toda la velada a un notable nivel, acompañando a la violinista con diligencia y ofreciendo una notable versión de Cuadros de una exposición de Mussorgsky. Nadie puede negar a estas alturas la capacidad musical de López Cobos, un director de convicciones artísticas serias y bien delineadas, de carácter sin duda, pero también de cierto conformismo y corrección ante las orquestas y las obras. A veces merece la pena arriesgarse y prolongar algo más de lo debido cierta frase, para potenciar su dramatismo más allá de lo predecible. Los Cuadros de una exposición parece que se prestan a ello. Encajar la música en el arte de un director de gran experiencia sin duda es más seguro que dar rienda suelta a los instintos musicales más profundos y humanos. Pero hay que arriesgarse: en la vida en general y, sobre todo, en el arte. Y es en la Gran puerta de Kiev, hoy más dramática que nunca por motivos obvios, donde quizás esperábamos ver aportar algo más a este interesante director. Pero no fue así. Una notable interpretación, que no fue poco y estuvo bien.
Foto: David Blazevic
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