Crítica de Pedro J. Lapeña Rey del concierto protagonizado por Antonio Pappano y el pianista Víkingur Ólafsson en la temporada del Konzerthaus de Viena [Wiener Konzerthaus], con la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia
Se acaba una etapa
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 23-I-2023. Konzerthaus. Orchestra dell'Accademia Nazionale di Santa Cecilia. Víkingur Ólafsson (piano). Director musical: Sir Antonio Pappano. Sinfonía nº 1 en re mayor "Clásica", op.25 de Sergei Prokofiev. Concierto para piano y orquesta en sol mayor de Maurice Ravel. Sinfonía n°5 en mi bemol mayor, op.82 de Jean Sibelius.
Aunque era un secreto a voces desde mediados del año pasado, la carta de despedida de Daniel Barenboim como Generalmusikdirektor de la Staatsoper de Berlin -que CODALARIO dio en primicia en España el pasado día 6- abrió oficialmente la carrera por su sucesión. Desde el principio y aún más desde su clamoroso éxito en los Anillos del Nibelungo del pasado otoño, Christian Thielemann ha aparecido como favorito en todas las quinielas. Sin embargo es de todos conocida la afición del berlinés a meterse en un charco tras otro en sus entrevistas con los medios de comunicación, algo que no le granjea muchas amistades en los responsables políticos de la ciudad encargados de nombrar un nuevo director. Así las cosas, en la última semana un fuerte rumor ha corrido insistentemente en los medios musicales, e incluso ha saltado ya a la prensa seria alemana -incluido el Frankfurter Allgemeine Zeitung-.
Tras veintiún años como director musical del Covent Garden londinense y dieciocho como titular de la Orquesta dell'Accademia Nazionale di Santa Cecilia de Roma, queda libre Antonio Pappano. En opinión del que suscribe, los logros del londinense han sido superiores en el foso que en las salas de conciertos. En Berlín se recuerda su última Fanciulla del West y el buen clima que generó con los músicos de la Staatskapelle. Le avala su edad -64 años-, su amplia experiencia gestionando teatros -a sus veintiún años en Covent Garden hay que sumarles los diez en La Monnaie de Bruselas-, su presencia habitual en los podios más prestigiosos, su estilo moderno de liderazgo, y algo muy importante hoy en día -no se si para bien o para mal-: su buen entendimiento general con los directores de escena.
El futuro nos dirá quien es el elegido. De momento, lo que es cierto es que la titularidad del Sr. Pappano en Roma acaba al final de esta temporada, por lo que se ha embarcado en una gira de despida con su orquesta que le va a llevar a varias ciudades europeas como Munich, Hamburgo o Viena. Una gira por todo lo alto acompañado de una pianista de lujo, la legendaria Martha Argerich, con una de sus obras fetiche, y que nadie que se la hayamos visto en directo podremos olvidar: el Concierto en sol mayor de Maurice Ravel. Sin embargo, la primera en la frente. El pasado día 11 salía una nota de prensa en Lyon, donde la bonaerense iba a dar un recital junto a Mischa Maisky, en el que debido a un problema cardiaco, anulaba todos sus conciertos y giras hasta nueva orden. Obviamente esto afectaba a la gira, y el sustituto elegido fue el pianista islandés Víkingur Ólafsson.
Era la primera vez que iba a ver al Sr. Ólafsson, y quizás mis expectativas estaban demasiado altas, pero el concierto no fue todo lo que esperaba. Estaban altas porque varias de sus grabaciones nos muestran a un músico sensible y reflexivo que busca un sentido a sus interpretaciones. Asimismo, en estas exhibe un altísimo nivel técnico que le ha llevado a ser uno de los pianistas que mas se han revalorizado en las últimas temporadas. Además, en su reciente debut el pasado noviembre con la Filarmónica de Nueva York, había elegido el mismo concierto, el de Ravel, lo que denota que lo había preparado recientemente. Pero quizás la obra de Ravel no siga los postulados en los que se siente mas a gusto el pianista islandés. Es verdad que el músico vasco comentó a Alfred Cortot que él ha compuesto un concierto clásico «como si fuera uno de Mozart», pero también es obvio que lo compuso a primeros de los años 30, poco después de su viaje a Nueva York en 1928, donde hizo buenas migas con George Gershwin. En él encontramos un compendio de que el vasco vivió en la gran manzana: jazz, blues, espirituales negros, y sobre todo, mucha alegría de vivir y pasárselo bien. Y también comentó a Cortot que la música puede ser alegre y brillante sin tener que buscar siempre hondura o dramatismo.
Con Ólafsson vivimos mucho de lo primero y poco de lo segundo. El islandés demostró poseer unos recursos técnicos de alto nivel. Es admirable su digitación, su control de la articulación o su variedad en el uso del pedal. Los arpegios iniciales en la zona alta del piano sonaron fulgurantes y precisos. La construcción frase a frase fue concienzuda, con un sonido limpio y pleno aunque quizás excesivamente contundente y en parte necesario para luchar de tú a tú con una orquesta que suplía con decibelios algunas carencias de sonido. Sin embargo echamos en falta el característico color y esa brillantez despreocupada que son santo y seña de la música de Ravel. En el sublime Adagio assai intermedio, su bello e impoluto sonido tuvo algo de artificial, como si buscara algo mas de lo que la partitura da por sí misma. Mejoró enteros en el Presto final donde impuso de nuevo su controlado virtuosismo, su fraseo efervescente y su absoluto control de los diversos ritmos de la partitura. La orquesta también sonó aquí mas francesa y Antonio Pappano dio por fin con la tecla del vasco.
Fue una buena versión a la que le faltó ese algo mas de las grandes. Mi opinión no concordó en absoluto con la del respetable, que la acogió con mucho mas entusiasmo que yo. Y menos mal que así lo hizo, porque en las dos obras fuera de programa que nos dio el islandés, me encontré por fin al Ólafsson expresivo y seductor que conocía de alguna de sus grabaciones. Antes de sentarse al piano preguntó al público si Bach o Mozart. El primero fue el más votado. En sus manos, la Sonata a trío nº 4, BWV 528 fue algo mágico, llena de lirismo y a la vez de una tranquilidad pasmosa. Nos cantó la sonata con un timbre cálido sin ser excesivo y con una atención al detalle exquisita. El sonido fue catedralicio y las variaciones tuvieron multitud de detalles, de matices distintos. Se dice que en una crítica del New York Times le denominaron «el Glenn Gould islandés». La he buscado en la web del diario y no la he encontrado por lo que no se si es cierta, o es algo mas de lo mucho que se escribe para magnificar cualquier evento. Pero poco importa y poco ayuda hacer comparaciones con genios del pasado. El Bach de Ólafsson fue magnífico. Poco más de cinco minutos en que ahora sí, tocamos el cielo. Los aplausos siguieron y no pararon, por lo que tras tres salidas más a saludar se volvió a sentar al piano y dijo: ¡ahora, Mozart! Y lo concluyó con una exquisita traducción de la transcripción que Franz Liszt hizo del Ave verum corpus.
¿Y Pappano? Sí, el concierto era la despedida de Pappano y se estaba convirtiendo en la presentación del Ólafsson. El concierto comenzó con la jovial Sinfonía nº 1 en re mayor, op. 25 de Sergei Prokofiev, su sinfonía clásica. Si Ravel se reflejó en Mozart, un joven Prokofiev de 25 años lo hizo en Haydn. Durante sus años en el Conservatorio de San Petersburgo, Prokofiev era conocido entre sus compañeros y profesores como un agitador. Cuando se enfrenta al reto de escribir una sinfonía, ya ha compuesto varias óperas, un par de ballets, y mucha música para piano incluidos dos conciertos. Entonces se planteó una obra orquestal sin piano, donde los colores orquestales y las texturas fueran puras, a la manera de Haydn.
Antonio Pappano también buscó desde el inicio esa claridad y ese pulso haydniano en el Allegro inicial con la exposición de los dos primeros temas y su fascinante descomposición posterior, aunque en la última parte se desajustó la orquesta provocando un final algo estridente. El “Larguetto” posterior estuvo muy bien fraseado al igual que la breve Gavotta. Sin embargo en el Molto vivace final volvieron los desajustes orquestales ante el tempo vivo que marcó, aunque como buen patrón que es supo llevar el barco a buen puerto.
Tras el descanso, la Quinta de Sibelius, obra que el finés revisó en profundidad cuatro años después de su composición, reduciéndola a solo tres movimientos. El tempo que marcó el Sr. Pappano fue bastante ortodoxo pero el comienzo no pudo ser mas desalentador con desajustes continuos, y con varias pifias y entradas falsas de los metales. Afortunadamente, la orquesta se fue centrando según avanzábamos, y Pappano empezó a frasear de manera mas eficiente tratando de darle cierto empaque a la versión. El trazo no era particularmente fino, pero sí eficaz, como demostrando que hay que estar a las duras y a las maduras. Todo mejoró en líneas generales en el movimiento central, llevado a tempo lento pero suficientemente intenso donde sobresalieron tanto las flautas con un sonido atractivo como las cuerdas con sus pizzicatti precisos. La música fluía natural con una transición al segundo tema muy bien conseguida y una parte final donde las maderas -oboes y clarinetes principalmente- nos dieron frases preciosas. Fue sin duda el mejor movimiento de la noche. También comenzó a buen nivel el Allegro molto final con unas cuerdas brillantes y unos metales que ahora sí se acoplaron de verdad. Pappano siguió fraseando y fraseando, dejando fluir la música, que fue ganando en hondura, pero no pudo evitar que en la parte final volvieran ciertos desajustes a los metales que penalizaron el resultado final.
Tras los muchos aplausos, orquesta y director ofrecieron fuera de programa Nimrod, la novena de las Variaciones Enigma de Edward Elgar, y sin duda la más popular. Pappano sacó su vena inglesa y la expuso con suma delicadeza extrayendo de las cuerdas un sonido solemne e impoluto que fue creciendo gradualmente hasta el final. Un gran colofón a un concierto, que con sus luces y sus sombras, nos muestra el final de una etapa y quien sabe si el comienzo de otra.
Fotos: Konzerthaus de Viena
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