Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 20-XI-2018. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Concierto para violín, Op. 64 (Felix Mendelssohn). Ray Chen, violín. Sinfonía núm. 9, Op. 125 “Coral” (Ludwig van Beethoven). Christiane Libor, soprano; Olesya Petrova, mezzosoprano; Timothy Richards, tenor; Stephan Klemm, bajo. Coro Estatal de Letonia. Orquesta de Cadaqués. Dirección: Antoni Wit.
En poco más de una semana han podido escucharse en Madrid tres de los más importantes conciertos para violín, a saber, los de Beethoven, Brahms y en esta ocasión, le llegaba el turno al de Mendelsshon, que fuera gran defensor del creado por el genio de Bonn y que es una de las obras favoritas del violinista Ray Chen, pues fue muy importante para sus victorias en los prestigiosos conciertos Yehudi Menuhin y Queen Elisabeth y que, asimismo, ha grabado con Daniel Harding a la batuta.
El vionista nacido en Taipei (Taiwan) y criado en Australia toca un Stradivarius “Joachim” de 1715, que perteneció al mítico violinista húngaro y del que obtiene un sonido potente, de respetable caudal, como pudo comprobarse desde el ataque a la famosa melodía con la que comienza el concierto –con entrada inmediata del violín a diferencia de los dos conciertos antes citados- y que tanto obsesionó a Mendelsshon. Asimismo, Ray Chen cuenta con un impecable respaldo técnico y un buen fondo musical, aunque al fraseo le falta variedad, contrastes y su pujante sonido resulta un pelín duro, falto de pulimiento. El bellísimo lied del andante –después de que el fagot enlace primer y segundo movimiento- no fue convenientemente «cantado» por el violín de Chen, faltando algo de efusión lirica, poesía y arrobo. Sin embargo, en el tercer movimiento alcanzó el ápice de su interpretación por el dominio del elemento virtuosístico que le confiere su muy asentada técnica. Chen desgranó sin despeinarse los pasajes vertiginosos, arpegios, trinos y demás elementos de destreza y dominio del instrumento que se demandan.
Como colofón de ese dominio virtuosístico, Ray Chen interpretó como propina el Capricho número 21 de Paganini -que manifestó ser su favorito al anunciar la obra al público- y cuya endiablada dificultad, con pasajes de dobles cuerdas marca de la casa y notas rápidas en sttacato, sólo pueden acometer con esa aparente facilidad los violinistas muy dotados técnicamente como es el caso. Estamos ante un buen violinista, con una gran preparación técnica y seguridad musical, que domina especialmente el aspecto virtuosístico, que es muy importante y que el que suscribe valora en lo que vale y no lo desprecia, ni mucho menos, como está de moda ahora desde algunas atalayas. Su juventud (no ha cumplido los 29 años) le permitirá avanzar, eso cabe esperar, en cuanto a aquilatamiento del sonido, profundidad en el fraseo y autoridad musical.
De libro el acompañamiento del veterano director polaco Antoni Wit, colaborador con el solista, pero poniendo al mismo tiempo en su debido relieve la riqueza de la parte orquestal y la belleza de las inspiradas melodías de la obra. Lástima la pobreza del sonido de la Orquesta de Cadaqués, con una cuerda particularmente débil, en la línea de lo mostrado el pasado año en el Réquiem de Mozart que dirigó Noseda.
En la segunda parte del concierto, nada menos que la monumental Novena sinfonía de Beethoven, una obra que podría perfectamente representar con todos los honores a toda la música creada en el planeta Tierra en un posible contacto con habitantes intergalácticos. Antoni Wit -que fue alumno, entre otros, de Nadia Boulanger- demostró, una vez más, ser un estupendo músico, experto, en plena madurez a sus 72 años, y que ofreció una muy coherente y bien planificada versión con orquesta reducida, pero lejos de planteamientos historicistas y teniendo presente el ineludible componente romántico. Lástima que, si bien obtuvo el máximo de la orquesta que tocó indudablemente entregada y motivada, las carencias de la misma fueron evidentes como la falta de colores y, sobretodo, una cuerda raquítica, desempastada, sin cuerpo ni redondez. Wit, pleno de oficio y experiencia, con gesto preciso, planteó una labor bien organizada, con los debidos contrastes entre movimientos, con un concepto global de la obra y construyendo bien esa grandiosa arquitectura musical de la colosal composición. La tensión se mantuvo durante toda la ejecución y si los primeros acordes fueron convenientemente enigmáticos, el scherzo aunó la velocidad y energía rítmica apropiadas, el tercer movimiento tuvo momentos de gran belleza para culminar en el sublime cuarto, que hizo honor a su grandeza y la hondura de su mensaje fraternal. El coro estatal de Letonia se recreó en un sonido pleno y suntuoso, apropiado para el impacto que debe tener ese cuarto movimiento, aunque penalizado por unas notas altas más bien desabridas por parte de la sección de sopranos. Tonante y estentóreo, pero haciéndose oir desde su sublime introducción a la «Oda a la alegría», el bajo alemán Stephan Klemm. Incómodo (quién no) con la escritura de su parte el tenor galés Timothy Richards, un punto esforzado y muscular, pero se adivinó un timbre de cierto atractivo. Calante la soprano Christiane Libor, mientras la mezzo rusa Olesya Petrova fue capaz de poner de relieve la densidad de su centro y su buen registro grave.
Si con ocasión de la apertura del ciclo de este año con la London Symphony Orchestra, el que suscribe echaba de menos unas batutas de mayor dimensión al frente de la magnífica orquesta, en esta ocasión sucedió al contrario. Uno le hubiera gustado ver al veterano y buen músico polaco Antoni Wit con una orquesta en mejor momento.
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