Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Teatro Real. 21-III-2018. Aida (Giuseppe Verdi/ Antonio Ghislanzoni). Anna Pirozzi(Aida), Alfred Kim (Radamès), Ekaterina Semenchuk(Amneris), George Gagnidze (Amonasro), Rafal Siwek (Ramfis), Soloman Howard (El rey), Sandra Pastrana (Gran sacedortisa), Fabián Lara (Un mensajero). Orquesta y Coro del Teatro Real. Director Musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: Hugo de Ana.
Siguen las funciones de la Aida de Verdi en el Teatro Real. Diecisiete funciones en diecinueve días dan para mucho, y como no podía ser de otra manera, el Real ha dispuesto varios repartos alternativos. La idea inicial para elegir la función del día 21 de marzo era asistir al segundo reparto previsto inicialmente, con Anna Pirozzi, Fabio Sartori y Ekaterina Semenchuk, para de esta manera, complementar la crítica que Raúl Chamorro Mena hizo del primer reparto. Los diversos cambios en el elenco –el TR entregó una separata al programa con todos los participantes y los días que cantan/han cantado cada función– acontecidos en los días previos y tras las primeras representaciones, nos han llevado a ver a Alfred Kim en vez de a Sartori.
Asistí previamente a la sexta función donde tanto escénica como musicalmente hubo más arena que cal. A estas alturas –función decimotercera– se nota el rodaje que lleva la producción, lo que se aprecia sobre todo en una dirección escénica más asentada y en una ejecución musical algo más conseguida que en la función anterior, si bien sus planteamientos no se han mejorado de manera apreciable.
La producción de Hugo de Ana, estrenada en 1998, no ha envejecido bien. O hemos avanzado mucho en estos 20 años, o es que en su día nos “apabulló” con su colorido y su pomposa escenografía, y desde entonces la teníamos algo mitificada. Hay que recordar que en aquellos años veníamos de la escasez de medios técnicos de nuestro querido Teatro de la Zarzuela, y esta producción, junto a La bohème de Giancarlo del Monaco, se diseñaron para mostrarnos que teníamos un teatro con medios técnicos de primera división. A pesar de la actualización de la misma, la producción sigue pecando de una falta de dirección escénica acorde, limitándose a una puesta en escena recargada, a unos movimientos de masas obvios y continuos que nos aturden y no aportan nada –ahora todos a la derecha, ahora todos a la izquierda, luego subimos los escalones de la pirámide, y luego los bajamos– y a una falta total de intimismo en las muchas escenas que lo requieren. Los movimientos de los soldados con sus lanzas golpeando el suelo, y la coreografía de Leda Lojodice que casi en su totalidad raya en lo absurdo, son particularmente cargantes. El ballet de los esclavos moros se tradujo en una compleja danza de momias que juegan con cintas blancas que parecen grandes rollos de papel higiénico, y en la Marcha triunfal, los golpes en el suelo de los saltos fueron muy molestos. Se trata de hacer una danza, no de hacer ruido como si fuera un tatami de artes marciales. Lo que sí se vio en esta función es que los movimientos escénicos, con todo lo discutibles que puedan ser, están mejor realizados que en la función anterior–por ejemplo, las procesiones con imágenes de deidades egipcias como Anubis, Thoth o Ptah ya no están a punto de caerse– y los cruces continuos de coristas y bailarines se hacen de manera mucho más limpia.
Otro efecto cuestionable son las proyecciones –durante los actos I, III y IV– sobre un telón translúcido situado en el proscenio, de templos y estatuas egipcias en 3D. Vistos desde el patio de butacas no es que aporten gran cosa, aunque bien es verdad que complementan algo la escenografía, pero vistas desde el paraíso o desde las zonas laterales, dificultan mucho la visión de lo que ocurre en el escenario.
Desde el punto de vista musical, Nicola Luisotti ahondó en las virtudes y carencias de la función anterior. Más pulso verdiano y sonido contundente que refinamiento tímbrico y creación de momentos mágicos. Mejor el segundo acto que el tercero o el cuarto, donde por ejemplo, el amanecer en el Nilo pasó sin pena ni gloria. La orquesta también mejoró en líneas generales la prestación anterior pero sigue habiendo detalles manifiestamente mejorables, como esas trompetas en la marcha triunfal que parecen de banda de pueblo (con perdón para las bandas de pueblo).
La soprano italiana Anna Pirozzi fue una más que correcta Aida. Dada la escasez de voces que tenemos en el panorama actual que pueden acometer el papel, ofrece al menos solvencia y ciertos medios vocales como caudal y volumen generoso, timbre brillante, registro central atractivo, y agudo poderoso aunque algo destemplado –que se vuelve algo agrio en el sobreagudo–. Por el contrario, el registro grave, totalmente desguarnecido, brilla por su ausencia. Sin embargo, su principal problema, lejos de la emisión, está en su temperamento. Un fraseo aburrido e impersonal, una enorme frialdad, sin ofrecer ni variedad ni contrastes, hace que su prestación quede claramente por debajo de la de su compañera Liudmila Monastyrska, quien sin ser tampoco un ejemplo de calidez, impresiona por su calidad vocal y su despliegue de medios.
Algo similar podemos decir del tenor coreano Alfred Kim, que ofrece solvencia y entrega. Una entrega y un derroche de facultades que llega al público. La voz tiene cuerpo y sabe proyectarla. El timbre no es particularmente atractivo, siendo bastante hueco en el registro central. Sin embargo gana enteros en la zona alta, donde los agudos, sin llegar a tener squillo, sí son brillantes. De nuevo el problema está en un fraseo bastante tosco, sin matices ni acentos, cantado todo en forte. Su Celeste Aida, terminado en un rotundo si bemol agudo donde ni siquiera intentó apianar, provocó un bravo que fue callado por el resto del público. Sí se lució por el contrario en los concertantes, pero sus escenas con Aida, dado el temperamento de ambos, fueron de una frialdad absoluta. A nivel global, su prestación también se situó por debajo de la de Gregory Kunde, Radames del primer reparto, que aunque a estas alturas de su carrera tiene la voz bastante tocada en el registro central, derrochó musicalidad y un fraseo y una línea de canto inalcanzables para el Sr. Kim.
La presencia de Ekaterina Semenchuk en el papel de Amneris nos sacó afortunadamente del letargo. La voz, de una emisión algo gutural, tiene los registros central y grave densos y con cuerpo. El agudo, solvente, timbrado y brillante, presenta algún problema técnico por lo que no siempre sale templado. Estuvo algo reservada en los concertantes, pero lo dio todo tanto en su escena con Aida en el templo de Vulcano, como en su gran escena del acto final "L'aborrita rivale a me sfuggia". Fueron los únicos momentos de la función donde saltaron chispas de emoción –consiguió incluso implicar a Alfred Kim quien dio lo mejor de sí en el dúo-, y su “Pace, t'imploro” final, sentido y desconsolado se elevó sobre el “O terra adio” del dúo protagonista. Puede rivalizar perfectamente con Violeta Urmana –cada una con sus virtudes y defectos, pero en cualquier caso a muy alto nivel–, la Amneris del primer reparto.
Poco que resaltar del resto del elenco. El barítono georgiano George Gagnidze, de voz grande y canto generoso, fue un Amonasro tosco y engolado. Correctos aunque muy poco idiomáticos el Ramfis de Rafal Siweky el Rey de Soloman Howard.
El público aplaudió entre escenas algo más que en la función anterior, pero con solo una cantante que transmite, es imposible que la función genere pasiones. Los aplausos finales fueron mas generosos, pero de nuevo, tenemos una obra de gran repertorio que no termina de cuajar.
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