Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Turandot de Puccini en La Scala de Milán, protagonizad por Anna Netrebko bajo la dirección musical de Michele Gamba y escénica de Davide Livermore
¡Gloria a Puccini!
Por Raúl Chamorro Mena
Milán, 15-VII-2024, Teatro alla Scala. Turandot (Giacomo Puccini). Anna Netrebko (Turandot), Brian Jadge (Calaf), Rosa Feola (Liù), Vitaly Kowaliow (Timur), Raúl Giménez (Emperador Altoum), Sung-Hwan Damien Park (Ping), Chuan Wang (Pang), Jinxu Xiaou (Pong), Adriano Gramigni (Un mandarín). Coro y orquesta del Teatro alla Scala. Dirección musical: Michele Gamba. Dirección de escena: Davide Livermore
De Munich a Milán, del codillo a la pizza y el vitello tonnato, de la Ópera estatal de Baviera al Teatro alla Scala para ver la Turandot que conmemora el centenario del fallecimiento de Giacomo Puccini.
El genio de Lucca en su última e incompleta obra para el teatro lírico se adentró en nuevos caminos, en una estética distinta, en vías de la modernidad y alejándose de la tradición del melodrama italiano y de su propia trayectoria anterior. En lugar del realismo sentimental presente en la mayoría de sus creaciones anteriores, Puccini adopta una trama fantástico-fabulesca con origen en el cuento de Carlo Gozzi y en el que no falta honda carga simbólica y la contrastante presencia cómico-grotesca, que bebe de la commedia dell’arte, representada por las tres máscaras, los ministros de la corte, Ping, Pang y Pong. En la partitura asume, con su propio sello, las influencias de las vanguardias europeas de la época aplicando con inspiración una particular manifestación de la chinoiserie, del exotismo oriental tan en boga en la música occidental en el final del XIX y principios del XX. La siempre elaborada y brillante orquestación marca de la casa, alcanza en Turandot cotas de suntuosidad y lujuria sonoras. La escritura para el canto, ciertamente, debe compartir protagonismo con la opulenta orquestación, pero se aquieta a la tradición melódica italiana con numerosos pasajes de gran inspiración, emblemáticos y que han llegado a transcender en popularidad al género operístico, como el aria «Nessun dorma».
Como sabemos, el fallecimiento de Puccini en Bruselas el 29 de noviembre de 1924 dejó la obra inacabada, pues nunca pudo culminar ese dúo final, que le planteaba problemas, pues debía consagrar la humanización de la cruel y gélida princesa Turandot por la fuerza del amor. Si Arturo Toscanini paró la función del estreno después del cortejo por la muerte de Liù y no interpretó el final encargado por la casa editorial Ricordi a Franco Alfano -el segundo y más recortado conforme a los deseos del director parmesano-, en esta ocasión también se detuvo la función para proceder al homenaje y recuerdo al Maestro. Un enorme retrato de Puccini ocupó el escenario y tanto los artistas como el público guardamos un emotivo minuto de silencio en memoria del genio de Lucca con las velitas distribuidas al efecto. Después de momento tan emocionante, en la interpretación del dúo final no pudo evitarse cierta sensación de anticlímax.
Desde luego, el Teatro alla Scala no ha reparado en gastos para esta conmemoración como pudo apreciarse en la puesta en escena. A destacar también la entrega y motivación de los cuerpos estables del templo scaligero, al objeto de demostrar que son los custodios de las esencias interpretativas de la obra, que se estrenó en la propia sala del Piermarini. El coro reforzado hasta más de 100 miembros alcanzó cotas fascinantes, realmente apabullante en cuanto a empaste, volumen y sonoridad. El coro Scaligero fue capaz de dejarte boquiabierto en los muchos momentos de espectacularidad de impronta Grand Opera, otra de las influencias de esta rica y variada ópera, y de recoger el sonido, con asombrosa ductilidad en pasajes como el canto a la Luna, que fue mágico. Una de las mejores prestaciones de un coro que he visto en un teatro de ópera.
La orquesta también lució sus calidades con un sonido esplendoroso bajo la dirección de Michele Gamba, quien, según manifiesta en el magnífico, como siempre, libreto-programa editado por el teatro, entronca la partitura de Turandot con Elektra y Salomé. Desde luego así lo plasmó en una dirección abrumadora, vigorosa, de gran brillantez, quizás demasiado bombástica y aparatosa por momentos, avara en matices y sutilidades, pero eficazmente efectista -la orquesta brilló a gran altura- y que emparentó en abierta espectacularidad con la puesta en escena.
Davide Livermore demostró contar con ilimitados medios y pudo plasmar una especie de «ideas en aluvión» con una Asia fabulesca, pero moderna, evocadora y fantasmagórica, pero con la presencia a la izquierda del escenario de una muy prosaica casa de lenocinio. La tecnología contribuyó al efectismo del montaje con una esfera evocadora principalmente de la Luna y el cosmos. Livermore movió con habilidad a las masas y también resultó atractivo visualmente el jardín y árbol rojizo en el que aparece la princesa. No faltaron algunos momentos sonrojantes como el niño que le chiva el tercer enigma a Calaf. Buena idea, la presencia, un tanto excesiva bien es verdad, en carne y hueso de Lou-Ling, la antepasada de Turandot ultrajada por un extranjero y origen de su crueldad vengativa. Interesante la aportación de que sea ella la besada por Calaf al final de la ópera, liberando a Turandot y humanizándola.
Parece lógico que para protagonizar esta Turandot tan especial se contara con la gran diva de los últimos años y estrella de La Scala milanesa, cuyo público temible con tantos cantantes se pliega desde hace tiempo al carisma, personalidad y calidad vocal de Anna Netrebko. Efectivamente, fue impactante cómo la soprano rusa fue capaz de sostener la tesitura cortante, angulosa, plena de agudos atacados a distacco y de saltos interválicos, de la princesa de hielo con pasajes de implacable efecto vocal, como «Quel grido e quella norte» y «Straniero ascolta», que debieron escucharse hasta en el Biffi Scala de la Galleria Vittorio Emmanuele. Igualmente fueron apreciables los filados y morbidez en «Principessa Lou-Ling ava dolce e serena». Todo ello con un timbre suntuoso, bellísimo, personal, sin poder evitar cierta oscilación, bien es verdad, en una cantante que puede emitir notas graves rotundas y de un erotismo perturbador y, al mismo tiempo, ascender a los agudos de manera resuelta y brillante como los Does 5 con el tutti de coro y orquesta, después de la escena de los enigmas, que se oyeron nítidos, donde tanta soprano desaparece.
La cancelación de Roberto Alagna fue cubierta por el tenor estadounidense Brian Jadge, cantante poco fino, al que se le escapó el lirismo de tantos pasajes como «Oh divina belleza, o meraviglia» y «Non piangere Liù». Eso sí, se trata de una voz potente, de emisión esforzada y timbre nada bello, pero consistente, con cuerpo y presencia sonora. Los agudos están, incluido el Do 4 optativo de «No principessa altera, ti voglio ardente d’amor», pero son notas con más timbre que verdadera punta. En escena fue un Calaf suficientemente heroico y entregado. No pareció notarse la indisposición que se anunció antes de la función.
La presencia italiana entre los protagonistas se reservó a Liù, al igual que ocurrió en el estreno de Turandot en 1926 protagonizado por la polaca Rosa Raisa y nuestro Miguel Fleta. Si en aquella ocasión fue Maria Zamboni quien afrontó el maravilloso papel, que no está en la fábula de Gozzi, creado especialmente para la ópera y que conecta con la tradición de mujeres Puccinianas que se sacrifican y mueren por amor, esta vez fue la soprano de Caserta Rosa Feola. La italiana cantó un discreto «Signore escolta» en el primer acto con un material más cerca de la soprano lírico-ligera que la lírica pura que pide la partitura. No se puede dudar del buen gusto del canto de Feola y de su especial entrega en el tercer acto, en el que como buena Liù que se precie, consiguió cotas de emotividad en «Principessa l’amor» y «Tu che di gel sei cinta».
Las tres máscaras Ping, Pang y Pong representan el elemento irónico-grotesco, de raíz bufa y origen en la commedia dell’arte que ejerce de distensión ante el dramatismo de la trama. La Scala cuidó incluso el detalle de que los tres fueran cantantes orientales. Sung-Hwan Damien Park (Ping), Chuan Wang (Pang), Jinxu Xiaou (Pong), bien compenetrados, completaron una buena actuación, aunque al primero le faltó clase en la sublime «Ho una casa nell’Honan».
El veterano tenor Raúl Giménez dotó de especial relieve al emperador Altoum, mediante un variado juego de acentos y matices, así como dominio del canto a cappella en el que fundamentalmente se expresa este personaje. Rotundo y con definición de bajo, el Timur de Vitaly Kowaliow.
Fotos: Brescia e Emisano
Compartir