Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Teatro de la Zarzuela. 9-VII-2018. Anna Caterina Antonacci, Soprano. Donald Sulzen, Piano. Obras de Claude Debussy, Ottorino Respighi, Nadia Boulanger, Benjamin Britten, Francis Poulenc y Isaac Albeniz. Bises de Frescobaldi y Georges Bizet
El mundo del lied, en todas sus vertientes –lied alemán, melodie francesa, canción española o italiana, etc.– es de una variedad infinita. Y como en el resto de ámbitos de la música, tiene una serie de obras maestras que se repiten recital a recital, y que suelen eclipsar otras grandes obras, mucho menos programadas. Por ello, cuando algún intérprete de gran nivel te lleva por otros derroteros, te puedes encontrar un mundo lleno de agradables sorpresas.
No vamos a descubrir aquí a la excelente soprano italiana Anna Caterina Antonacci. La de Ferrara ha poseído un instrumento envidiable, que con los años ha perdido algo de fuste en su otrora excelente registro grave. El agudo sigue siendo holgado pero combina momentos algo estridentes con otros perfectamente timbrados, y el central sigue siendo sedoso y aterciopelado. Su técnica, tan primorosa como siempre, parte de una emisión académica y una proyección que sigue siendo admirable. De hecho, canta con la tapa del piano completamente abierta, tratando a éste de tú a tú. Pero lo que sigue asombrando, es su innato idilio con las tablas, su facilidad para darle sentido a cada palabra y a cada frase, y la expresividad que nos mantiene con el corazón en un puño.
El recital, previsto para el pasado mes de octubre, y que tuvo que ser aplazado por enfermedad de la cantante, desplegó frescura e interés a partes iguales. La Antonacci, que salió a escena con un bonito vestido verde y un corte de pelo bastante corto, alejado de su tradicional media melena, nos propuso un recital que huyó de lo habitual. Tuvimos compositores raramente programados aquí como Isaac Albéniz, Nadia Boulanger u Ottorino Respighi, y canciones poco habituales de Claude Debussy, Benjamin Britten y Francis Poulenc. Los poemas, elegidos de autores tan significativos como Maurice Maeterlinck, Paul Verlaine, Wystan Hugh Auden, o Paul Éluard, nos fueron llevando por diversos estados de ánimo que iban de la sensualidad y la languidez, a la exaltación de la juventud y el amor, todo ello transitando del francés al italiano y al inglés, sin esfuerzo aparente.
La primera parte empezó con cuatro canciones de Claude Debussy, la juvenil Mandoline, y tres de las seis Ariettes oubliées. Aun calentando la voz, empezó a mostrar sus cartas en una excelente Il pleure dans mon cœur, cantado con un sentimiento casi agónico. El recital fue a más con una nueva sorpresa, el ciclo de cinco canciones Deità silvane del boloñés Ottorino Respighi. La Antonacci desgranó de manera admirable los textos de Antonio Rubino, llevándonos de bucólicas escenas de faunos y ninfas, a crepúsculos de lienzo, casi sin dejarnos respirar. Su voz también corrió mejor en estas canciones, que a pesar de su origen casi pictórico, tienen un empaque algo más dramático. Pero la sorpresa principal, al menos para el que suscribe, fueron las siete canciones de Mademoiselle Nadia Boulanger. Era la primera vez que escuchaba en vivo composiciones de “la maestra del S.XX”, y escuchadas en la voz de la Antonacci, con su exquisita dicción, con la articulación perfecta de cada verso, y fraseadas con la intensidad propia de cada una de ellas, parecieron obras de un nivel bastante más elevado del que probablemente tengan. Versailles fue dicha con una melancolía descorazonadora. Se relajó en Soleils couchants – puestas de sol, y destapó el tarro de las esencias en las dos últimas canciones Vous m’avez dit y C'était en juin, ambas con letra de Émile Verhaeren.
Tras el descanso, la Antonacci defendió con calidez el ciclo On this island, de un jovencísimo Benjamin Britten, en una de sus primeras colaboraciones con el poeta Wystan Hugh Auden, a quién poco después siguió a América, huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Pero la sorpresa de la noche estaba por llegar con Le travail du peintre, el último ciclo de canciones que Francis Poulenc compuso sobre textos de su poeta de referencia, Paul Éluard. En sus breves siete canciones, repasan la obra de pintores clave del S.XX como Picasso, Braque, Chagall o Gris. La Antonacci lleva cantando este ciclo más de veinte años, y entre su experiencia, y su exquisito dominio de la lengua francesa, declama y matiza hasta el último de los detalles. Sería inútil tratar de destacar alguna de las canciones, pero es de reconocer que tanto en la primera del grupo, Pablo Picasso, donde echó toda la carne en el asador, como en la segunda, Marc Chagall, donde consiguió una simbiosis excepcional de sensibilidad y expresividad, nos dejó de piedra.
El programa oficial acabó con otra sorpresa. Una breve y agradable canción de Isaac Albéniz, The gifts of the Gods, con texto de su amigo y protector, el banquero londinense Francis Money-Coutts –autor también de las letras de sus tres óperas–, y donde el pianista acompañante Donald Sulzen pudo desplegar una atractiva paleta de colores.
Tras el breve acorde final del piano, el público puesto en pie premió a la Antonacci con una clamorosa ovación. La artista respondió con dos piezas fuera de programa. El Se l´aura spira tutta vezzosa de Frescobaldi, una de sus especialidades cuando hablamos del seicento italiano, y una excepcional Habanera de Carmen, dedicada a Antonio Moral, donde de nuevo, cada palabra y cada frase tuvieron una dicción impecable dentro de una interpretación musical realmente inolvidable. Solo una artista del nivel de la Antonacci puede sorprenderte de nuevo con una página tan trillada.
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