Por Alejandro Fernández
Málaga. 4-III-2017. Recital Ángel Sanzo. Piano. Sala María Cristina. Fantasía en do menor KV. 475, de W. A. Mozart; Sonata op.2 n.3 en do menor, de L. V. Beethoven; Sonetos de Petrarca n. 47 y 123 y Valle de Obermann, de F. Liszt y La valse (poema coreográfico), de M. Ravel
Beethoven afirmaba que: “no hay regla que no pueda ser infringida por la belleza”. Justamente este leitmotiv planeó sobre todo el recital que el malagueño Ángel Sanzo ofreció en la Sala María Cristina este pasado fin de semana. Profesor del Superior de Badajoz, pedagogo incombustible e intérprete por vocación, Sanzo nos propuso un viaje anclado en la tradición desde la perspectiva que va desde el clasicismo mozartiano hasta la mirada clásica de Ravel, pasando por la escuela alemana de Beethoven o el virtuosismo de Liszt y, por supuesto, libre entre sus manos. Como si de un diario íntimo se tratase Sanzo acariciaría con la maestría, que lo caracteriza, una amplia retrospectiva pianística a caballo entre dos siglos y distintas escuelas del viejo continente.
El aficionado pudo escuchar, a través de dos horas colmadas de sensibilidad, un programa pleno de hallazgos y técnicamente impecable. Ángel Sanzo, desnudo de convencionalismos, optó por lecturas donde la sutileza fue su timón y la técnica el lienzo para dibujar la tradición que llega hasta nuestros días. Pensamos que los bises tuvieron algo de rupturista con el discurso que hila un programa de concierto, pero para la ocasión la inclusión de dos pequeños preludios de Chopin redondeaban la visión panorámica ofrecida por el intérprete.
Mozart y Beethoven ocuparon la primera parte del recital y aunque las indicaciones del clasicismo los dirigen, dibujan un nuevo horizonte estilístico que reinará sobre el piano: el romanticismo. Camino que iría desde la rigidez de la norma a la libertad estética, puente entre el staccato y el legato que acabará imponiéndose. La Fantasía KV. 475 presenta a un Mozart poliédrico capaz de enlazar, en apenas diez minutos, todo lo que bulle en su interior sobre rígidas convenciones clásicas. Fue esta idea la que manejaría Sanzo en su interpretación destacando el inquietante tema de apertura y cierre; subrayar el conmovedor andantino que sitúa el músico en el corazón de la fantasía, en contraste al più allegro agitado que le sigue para finalmente regresar al tema inicial de la fantasía que la dota así de cierto sentido cíclico.
En 1793 Beethoven está entre los alumnos de Haydn, no es extraño pues que fuera este el dedicatorio del op. 2 de las Sonatas para piano beethovenianas. En ellas más que una influencia que pudiese condicionar al músico de Bonn, descubrimos una arquitectura que traspasa esos límites y amplían los márgenes de un compositor que busca su propio lenguaje donde la descripción pasa a un plano accesorio y donde el autor transforma el discurso. Sobre esta idea, el pianista malagueño expuso un Beethoven que haría del piano uno de los pilares de su producción más como maduración que experimentación. Tras el enérgico Allegro inicial le sucedió un adagio de ensueño, hasta alcanzar el saltarín scherzo, prólogo al contundente allegro conclusivo brillantemente defendido por Sanzo.
Las transcripciones de Liszt posiblemente han eclipsado su abundante catálogo original para piano, páginas breves de corte biográfico que traspasan al virtuoso y nos acercan al compositor. Páginas de pequeño formato que avanzan desde el innegable virtuosismo, hacia la evocación de momentos vividos que constituyen sus cuadernos de Años de Peregrinaje, de ahí que opte por formas libres como la romanza que dejan espacio para la libertad creativa y poder plasmar todo lo vivido, todo lo sentido a través de sus viajes por Italia o Suiza. Los Sonetos de Petrarca o el Valle de Obermann ejemplifican estas ideas. Son sin duda un adelanto en la inspiración del propio intérprete tal y como lo defendería Sanzo, quien hizo de cada página un cuadro imaginario vívido e íntimo.
Y tras Liszt avanzamos en el siglo pasado adentrándonos en el Ravel pianista cargado de disonancias, crescendos interrumpidos, cruce de manos y que en la apoteosis de La Valse vuelve la mirada, una vez más en el tiempo, sin perder un atisbo de originalidad. Sanzo proponía esta obra como cierre de este particular viaje enlazando así todo el programa. Recital en pocas palabras redondo, cargado de intención y revestido de esa acertada intuición con la que el maestro Sanzo se acerca al escenario.
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