Exitosos debuts wagnerianos para Kaufmann y Nylund, arropados por una gran orquesta.
Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Boston. Symphony Hall. 7-IV-2018. Siegfried Idyll y Tristan und Isolde, Acto II en versión de concierto (Richard Wagner). Camilla Nylund (Isolde), Jonas Kaufmann (Tristan), Mihoko Fujimura (Brangäne), Georg Zeppenfeld (Rey Marke), Andrew Rees (Melot), David Kravitz (Kurwenal). Boston Symphony Orchestra. Dirección musical: Andris Nelsons.
La falta de una gran compañía de ópera en la ciudad –a pesar de las a menudo interesantes pero cortas temporadas de la Odyssey Opera y la Boston Lyric Opera– deja a los melómanos bostonianos con relativamente pocas oportunidades para disfrutar de la música de Wagner. Ello a pesar de la presencia en la ciudad de una de las mejores orquestas norteamericanas y miembro de las históricas Big Five: la Boston Symphony Orchestra. En efecto, si bien la Boston Symphony fue una entusiasta intérprete wagneriana durante sus primeros años de actividad en las postrimerías del siglo XIX, en las últimas décadas esta agrupación no se ha prodigado demasiado en conciertos dedicados a este compositor. Los años de James Levine como titular a principios de este siglo vieron algunas funciones destacadas, pero ofrecidas con cuentagotas.
La llegada de un reputado wagneriano como el nuevo director titular Andris Nelsons no ha cambiado la situación (con la excepción de una representación de Das Rheingold en el veraniego festival de Tanglewood). Sin embargo, este mes de abril la centuria bostoniana se ha apuntado un tanto al acoger el esperado debut (parcial) de Jonas Kaufmann como Tristan, en dos funciones en el Symphony Hall de Boston y una adicional en el Carnegie Hall de Nueva York.
En concreto, el programa ofrecido incluía dos expresiones de la concepción romántica de Wagner: por un lado, el más ordinario y familiar amor del Siefried Idyll –como es bien sabido, compuesto como regalo de cumpleaños para su esposa– y el más idealizado, grandilocuente y trágico amor de Tristan und Isolde. De esta ópera se interpretaba el segundo acto, por desgracia en una versión de concierto estricta, con los solistas –con alguna excepción que comentaremos– pegados a sus atriles. Si bien es perfectamente comprensible que una orquesta sinfónica no ofrezca ópera escenificada, un mínimo de movimientos escénicos y la ausencia de partituras pueden suponer un salto cualitativo (sin salirnos de Wagner, un ejemplo excelente de esto fue el extraordinario Rheingold ofrecido la pasada temporada por la NY Philharmonic, reseñado en CODALARIO).
A pesar de este hándicap dramático, la velada se prometía de mucha calidad, dada la excelencia de la orquesta y el buen reparto reunido. Y efectivamente, el Idilio de Sigfridoque abrió el programa no defraudó estas expectativas. Nelsons, como es habitual en él, jugó bastante con los tempos, pero en general optó por una lectura reposada, que buscaba recrearse en la emotividad de la pieza. Con suma delicadeza y detallismo, la transparente orquesta nos guio por un amplio abanico de emociones. Una delicia de interpretación que consiguió crear un ambiente íntimo en el Symphony Hall.
Tras este excelente aperitivo y un descanso, empezaba el plato fuerte de la velada. Cae la noche, Tristan e Isolda están ya bajo los efectos de la poción amorosa y se declaran sus sentimientos, a pesar de que ella está prometida al rey Marke. Embriagados, desoyen las advertencias de Brangäne y se ven sorprendidos por Melot y Marke. El acto termina con Tristan dejándose herir de muerte por Melot (quien, celoso, lo ha traicionado y delatado ante el rey).
La pareja de amantes estaba encarnada por dos veteranos cantantes wagnerianos que, sin embargo, debutaban en sus respectivos papeles: el tenor Jonas Kaufmann y la soprano Camilla Nylund. Como Tristan, Kaufmann ponía sobre la mesa un amplio catálogo de virtudes. Entre ellas, una gran musicalidad y un fraseo variado y detallado –aspecto este de especial importancia en el segundo acto, en el que la palabra tiene un gran protagonismo–. Se mostró especialmente afortunado en el registro grave y desgranó con virtuosismo frases melancólicas como «So starben wirum ungetrennt (así moriríamos para estar más unidos)». Su voz resistió también momentos más heroicos como «mein Tag war da vollbracht! (¡Para mí el día habría muerto!)». En el debe, podemos señalar una cierta falta de ardor, más que pasión operística parecía en ocasiones estar transmitiendo un lamento schubertiano. Cabe también mencionar una cierta inconsistencia en la proyección de su voz, que en alguna ocasión desapareció bajo la orquesta, aunque algunos de sus intentos por cantar a media voz fueron bastante exitosos. En conjunto, una gran primera interpretación que hace esperar con ganas su debut completo en el papel en una función escenificada, que el propio Kaufmann estima para 2021.
La musicalidad y buen gusto del tenor alemán fueron también las principales características de su compañera finlandesa. Nylund posee una voz brillante y segura en todo su registro, pero no muy grande, y produjo una Isolda noble y elegante, aunque algo falta de intensidad. Su modesto material no le permitió traspasar la orquesta en varios momentos y, en concreto, fue casi inaudible en su primera escena (aunque con el transcurrir de la representación fue cobrando más presencia). Los dos amantes, totalmente anclados a sus partituras, no se compenetraron demasiado en el plano dramático (prácticamente no se miraron a la cara en toda la función). Sin embargo, sus voces se fundieron y complementaron muy bien en momentos como «Soll ich lauschen? /Laß mich sterben! (¿Debo escuchar? / ¡Déjame morir!). Asimismo, cantando a dúo «Selbst dann bin ich die Welt» lograron uno de los momentos más bellos de la función, con la ayuda de Nelsons, que reguló con cuidado a su orquesta para acompañar a los cantantes sin cubrirlos.
Mihoko Fujimura se mostró muy segura como Brangäne. Sus advertencias («Habet acht! Habet achgt!») sonaron penetrantes y su canción de la «vigilante solitaria» estuvo a la altura. Por su parte, el rey Marke de Georg Zeppenfeld estuvo a punto de arrebatar el protagonismo a los amantes. Esto se debió en buena medida a que, veterano en el papel, su implicación dramática fue mucho mayor (de hecho, salió al escenario sin partitura), pero también a una elegante y emotiva interpretación de su largo monólogo. Su voz resulta quizás algo genérica, poco rica en color, pero es sin duda imponente y dota de gran autoridad al personaje. Andrew Rees fue un más que correcto e intenso Melot.
Al igual que en el Siegfried Idyll, la dirección de Nelsons buscó el detalle y dar mucho espacio de maniobra a sus cantantes y orquesta. De hecho, la interpretación fue especialmente expansiva (casi 85 min, a pesar de que el propio programa estimaba una duración de 75 min). La excepción fue la primera escena, en la que el tempo elegido fue acelerado, hasta el punto de ofrecer un resultado atropellado en algún momento, que llegó a poner en apuros incluso a los virtuosos metales de la Boston Symphony. A pesar de este pequeño desajuste, la labor de Andris Nelsons y su orquesta debe calificarse como de sobresaliente también en la parte operística de la función, lo que nos hace lamentar que no ofrezcan representaciones de ópera más a menudo.
Foto: Robert Torres
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