Por Agustín Achúcarro
Valladolid. 11-III-2017. Auditorio de Valladolid. Temporada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Gustav Mahler, Sinfonía nº 10. Versión ejecutable por DeryckCooke en 1976 a partir de los bocetos de la sinfonía. Tercera revisión en colaboración con Berthold Goldschmidt, Colin Matthews y David Matthews, editada en 1989. Dirección: Andrew Gourlay.
Posiblemente el gran acierto de Andrew Gourlay en relación a la versión que dirigió de la Sinfonía nº 10 de Mahler radicó en el hecho de que dejó abiertos muchos caminos. Es decir, no impuso un criterio férreo, en el que fuera palpable la mano del director, de tal forma que trasladara al espectador una idea cerrada y concluyente de la obra.
En el fondo se decantó por una línea interpretativa muy fructífera y equilibrada, dando la sensación de que contaba con el apoyo incondicional de la OSCyL, muy centrada en su labor. Andrew Gourlay se planteó hacer lo mismo que él alaba del trabajo de Deryck Cooke, al considerar que su trabajo musicológico en torno a la Décima de Mahler se caracteriza por un estudio muy riguroso, que pretende ser muy aséptico.
Al inicio Gourlay puso un cuidado especial en el carácter de la melodía de las violas, tan expresionista, y lo mismo hizo cuando los vientos se sumaron a las cuerdas. El director se afanó en que la sinfonía discurriera en un ámbito de flexibilidad, atento siempre a los cambios dinámicos, y en que los pequeños cambios de tiempo no resultaran obvios, pero sí produjeran un efecto. Tampoco desdeñó el enfrentamiento entre las secciones, ni dar rienda suelta a los “tutti” orquestales en “fortissimo”.
El tercer movimiento “Purgatorio” pareció encontrar en su propia brevedad su sentido. Llegados al IV movimiento Gourlay y la OSCyL conjugaron con ductilidad los pasajes lentos y rápidos y subrayaron sutilmente sus rasgos irónicos.
Ante el último movimiento Gourlay dejó abierta la puerta a los diferentes estados de ánimo. Sonó perturbador el sonido fijo y largo de la trompeta, y cómo ante los golpes secos del tambor surgía la muerte y la sinfonía parecía desmoronarse sin solución de continuidad. Una intervención tremenda la del tambor, que cortaba de cuajo toda posibilidad de continuar la sinfonía y que la flauta cambió de signo con su anhelante melodía. El director condujo el final de manera nada concluyente, pues más bien lo que hizo fue exponer abiertamente la música que renacía, en la misma medida en que permitió que se colara el sonido grave, como algo estridente, del clarinete bajo.
Quizá todo lo dicho esté demasiado contaminado y no se pueda liberar del conocimiento previo del desarrollo de esta sinfonía, de la circunstancia esencial de que la muerte impidió a Mahler terminarla y de que nunca se podrá saber con certeza como él la hubiera concluido. Pero eso no influye a la hora de subrayar el excelente planteamiento realizado por Gourlay y la orquesta de esta sinfonía.
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