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Opinión: «Música, educación y misantropía». Un concierto en la catedral. Por Álvaro Menéndez Granda

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
25 de marzo de 2019

Música, educación y misantropía

Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda

   Ya no soporto a la gente. Llámenme misántropo, están en su derecho. Los valores mínimos de respeto y convivencia no se han perdido, se han arrojado al estercolero social en el que nuestra vida se desarrolla y donde ahora, paulatina e implacablemente, se están pudriendo.

   El organista astorgano Roberto Fresco ofrecía, el pasado 23 de marzo, un recital en el instrumento del cual es titular, el gran órgano Grenzing de la Catedral de Santa María la Real de la Almudena de Madrid. Venciendo la pegajosa pereza que me impide pasear por el centro de Madrid un sábado por la tarde, tomé el autobús y llegué a la Catedral un rato antes de que comenzara el concierto. Se estaba celebrando una misa. Pagué el euro del donativo que piden a la entrada, pero no pasé del letrero que indicaba con total claridad que las visitas al templo no están permitidas durante la ceremonia. Me senté en un banco y aguardé en silencio a que finalizara la liturgia. Al término de la misa, me desplacé al sitio más adecuado para escuchar la música, un banco en la nave central, cercano a la tribuna en la que se encuentra el órgano. El concierto estaba integrado por obras de Bach, pero con una particularidad especial: ninguna de ellas era original para órgano, sino que habían sido transcritas y adaptadas por otros músicos para el instrumento rey. Una propuesta interesante de un organista muy sólido, de reconocida trayectoria, y músico de original creatividad como es Roberto Fresco. Pero cuando había tocado tres piezas, con la sangre hirviendo de rabia, me levanté del banco, me encaminé a la salida y abandoné la Catedral.


   Huelga decir que mi furia no fue provocada por Fresco que, como digo, estaba haciendo una excelente labor musical en el instrumento que tan bien conoce. Sencillamente me resultó imposible concentrarme y disfrutar de la música a causa del goteo incesante de individuos desprovistos de la más mínima noción de saber estar, que pululaban a mi alrededor teléfono en mano preocupados únicamente por llevarse un recuerdo imperfecto de aquello que sólo han vivido a través de una miserable pantalla de móvil. Un recuerdo que, probablemente, no volverán a ver nunca más, innecesario, que se perderá en la memoria de su smartphone, que acabarán borrando para dejar sitio a las fotos de su próxima celebración familiar, y cuya mera grabación les ha privado de vivir en primera persona el espectáculo que tenían delante de sus sentidos. Si los teléfonos tuvieran inteligencia y emociones disfrutarían de su paso por el mundo infinitamente más que sus dueños, pues han vivido más que ellos.

   De nada sirvió el aviso que se hizo antes de comenzar el concierto. En lo que duraron las tres piezas que escuché no cesó el flujo de visitantes. Un hombre hacía una videollamada con el altavoz puesto; una pareja contemplaba impasible cómo sus dos hijos —ya en edad de saber comportarse— corrían por el templo y pretendían trepar por las columnas de la nave central; tres bancos por detrás de donde yo me encontraba, incordiaba el cuchicheo incesante de un niño al que nadie mandó callar y que se crecía según crecía el sonido del órgano; otra familia se sentó en el banco delante de mí y se pusieron a charlar y a hacerse fotos en poses estúpidas y totalmente inapropiadas para el lugar y el momento. Mientras tanto, en el aire vibraba imponente la Chacona de Bach, y a mí se me hundían las ganas de nada. Cuando me levantaba, al límite de mi paciencia, mascullé algo ininteligible y uno de ellos se giró para mirarme con desprecio, como si mi inaudible queja hubiera perturbado su mística experiencia del selfie. Es la guinda de este asqueroso pastel. Parece que todos pueden hacer el cabrón cuanto les plazca y con total impunidad, pero que a nadie se le ocurra pedir respeto o será juzgado. Incluso los asistentes al concierto, los que no se movieron de su sitio en lo que yo estuve allí, se giraban de vez en cuando para tomar una fotografía. ¡Basta ya, por favor! ¡Si quieren tomar fotografías del órgano, háganlo cuando está en silencio, no en medio de un concierto! ¡Es una cuestión de sentido común y de respeto hacia los demás! ¿Cómo diantre se supone que hay que decirlo?

   Para mí un concierto es una liturgia tanto o más sagrada que una misa. Si hay un dios que me habla —cosa que está por ver— no lo hace a través del móvil sino a través de la música, y estoy en mi derecho de exigir silencio firme e inflexiblemente. Nos echamos a la calle, organizamos carreras y manifestaciones por la libertad de derechos, pero los míos se pisotean en cada sala de conciertos, en cada recital. Me siento mucho más agredido cuando mis iguales no me dejan disfrutar de la música que amo que cuando quienes me gobiernan suben los impuestos o roban descaradamente mi dinero. Lo decía la gran Teresa Berganza: «la música es mi religión, y debería ser la religión de todos». Y yo añado: por el bien de la humanidad, pues en nombre de la música, al menos, no se atenta contra nadie.

   No faltará la voz que, creyéndose original, se alce y exclame: «Pero es que usted no aporta soluciones, solo critica». Pues bien, esta agónica y asfixiante situación solo tiene un remedio, a largo plazo, definitivo pero que a mi juicio es tristemente utópico: la educación. Necesitamos que la sociedad esté educada en el respeto hacia la música, por supuesto, pero no únicamente. Es necesario para nuestra supervivencia que se recuperen ciertos valores mínimos: el respeto por las situaciones, por el silencio, el saber estar; que aprendamos a escuchar mientras algo o alguien más importante que nosotros habla. Sí, lo siento, pero es así: hay gente más importante que nosotros. No somos el centro del mundo. Un músico que toca en un concierto es, en ese momento, más importante que nosotros como público. Es más importante porque hace algo que nos remueve, que nos impulsa a pensar y nos pone a prueba, nos arrincona y nos obliga a exprimir nuestras conciencias. Y, por qué no decirlo, es más importante que nosotros porque hace algo que nosotros no sabemos hacer. Debemos respetar a quien sabe más que nosotros acerca de algo, si queremos que a su vez nos respeten en nuestro campo correspondiente.

   Mientras la utopía sigue ahí planteada —y pertinazmente desoída por los legisladores—, hay soluciones inmediatas, mucho más prácticas y eficaces a corto plazo: la entrada a los conciertos celebrados en la Catedral debe ser de pago. Un precio asequible no impedirá a cualquier interesado acudir al evento y mantendrá a los curiosos fuera de sus muros. Es paradójico, pero quiero que me cobren la entrada. Solicitar la satisfacción de un importe tiene además otros aspectos positivos, como el de demostrar y defender la idea de que el músico merece una recompensa por su trabajo —no sé que opinarán ustedes, pero a los músicos también nos gusta el dinero—. Mientras no sea así y se permita que cualquiera campe a sus anchas, comportándose como un homínido recién salido de la caverna mientras se celebra un concierto, yo no volveré a pisar el lugar. Ya no soporto a la gente, y cada vez me apetece menos entrar en una sala de conciertos. Llámenme misántropo. Lo tengo a gala.

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