Por Alejandro Martínez
02/03/2014. Madrid. Teatro Real. Gluck: Alceste. Angela Denoke, Paul Groves, Willard White, Fernando Radó, Thomas Oliemans, Magnus Staveland, Isaac Galán y otros. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Krzysztof Warlikowski.
Si bien hace unos días escribíamos acerca del nombramiento de Ivor Bolton como nuevo director titular del Teatro Real, apreciando en su figura una opción de consenso y con garantías de calidad, hoy no nos queda otro remedio que criticar duramente su labor al frente de este Alceste que nos ocupa. La suya aquí fue una dirección soporífera, caída de tensión, de acento nada estimulante, y a la que cabe reprochar un código demasiado próximo a la evolución posterior a Gluck, antes que a sus fuentes. Una lectura, pues, más cargada de clasicismo que de barroco, más escorada hacia lo primero que hacia lo segundo, cuando cabe preferir una propuesta más personal y comprometida con el espíritu reformista de Gluck, en la senda paradigmática marcada por Minkowski, sin ir más lejos, de quien por cierto reseñamos en estas páginas una excelente versión musical de Alceste en París. Pero al margen del código, que puede admitir un margen de discrepancias, lo insostenible de su batuta fue la falta absoluta de tensión y la pesadez generalizada con que llevó la representación, salvo algunos momentos de más lograda concertación con los coros y algún acompañamiento esmerado en los lamentos de Alceste. El coro respondió eficaz, aunque no brillante, y la orquesta se mostró solvente, si bien ambos hubieran llegado más lejos con una batuta más desenvuelta. Tendrá que esmerarse Bolton para convencer al público del Real, sobre todo teniendo en cuenta que es precisamente este su repertorio natural, en el que a priori debiera mostrar sus cualidades más afinadas.
El reparto dejó mucho que desear, salvo por la segura prestación de algunos secundarios. Empezando por la protagonista, una Angela Denoke destemplada, de dicción imposible y con constantes problemas de afinación. Ajena por completo al lenguaje musical de Gluck, apenas logró sostener su personaje gracias a su magnetismo escénico. Vocalmente, salvo algunas páginas más logradas, y siempre coincidiendo con los pasajes más lentos y de acentuación más cariacontecida, cuajó una interpretación casi digna de abucheo. Algo parecido cabe decir de un Paul Groves musical y actoralmente desenvuelto como Admète, pero vocalmente bajo mínimos, con dificultades constantes para ascender al agudo. Willard White volvió a hacer gala de su oficio y su seguridad en su doble prestación como sacerdote de Apollo y Thanatos. El joven Fernando Radó volvió a mostrar un timbre llamado a asumir partes de mayor enjundia. Solventes Staveland y Oliemans como Évandre y Hercule, respectivamente. El zaragozano Isaac Galán confirmó, con su breve parte, que va siendo un comprimario de lujo para este tipo de producciones.