El Teatro Real de Madrid comienza su temporada 2022-23 con la ópera Aida de Verdi, bajo al dirección musical de Nicola Luisotti y escénica de Hugo de Ana
Apertura de temporada formal y sin sobresaltos
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 24 y 25-X-2022, Teatro Real. Aida (Giuseppe Verdi), Krassimira Stoyanova/Anna Netrebko (Aida), Piortr Beczala/Yusif Eyvazof (Radamès), Jamie Barton/Ketevan Kemoklidze (Amneris), Carlos Álvarez/Artur Rucinski (Amonasro), Alexander Vinogradov/Jongmin Park (Ramfis), Deyan Vatchkov (El rey), Jacquelina Livieri/Marta Bauza (Gran sacerdotisa), Fabián Lara (Un mensajero). Orquesta y coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: Hugo de Ana.
El Teatro Real celebraba la inauguración «oficial» de la temporada 2022-23 en su sala principal conmemorando, además, el 25 aniversario de su reapertura, con la ópera más representada en su periplo inicial (1850-1925) y una de las más populares, también de las más hermosas, del repertorio, la inmortal Aida de Giuseppe Verdi. El genial hombre de teatro italiano es también el autor más representado en la historia del Teatro Real, y de muchos otros, pues estamos ante un compositor para la escena absolutamente cumbre.
El encargo del Khedive de Egipto Ismail Pachá a Verdi para componer una ópera fue más que para conmemorar la apertura del Canal de Suez -acaecida en 1869-, para dar el preceptivo realce al Teatro Nacional de El Cairo, inaugurado ese mismo año con Rigoletto del propio músico de La Roncole. Un Giuseppe Verdi en plena madurez, a la proa de su gran evolución artística, única en músico alguno, encauza la pasión por Egipto reinante en Occidente a propósito de los descubrimientos arqueológicos de la época. Con el naturalismo ya extendiéndose por Europa tanto en literatura como en música, Verdi retoma el más exacerbado romanticismo con el amor de la pareja Aida y Radames, una pasión que no podrá cristalizar en la Tierra y les llevará a una “muerte de amor” mística y sublime apoyada en una música celestial. Verdi, con una orquestación especialmente cuidada y refinada, que demuestra sus enormes avances en dicho apartado, recoge la influencia, importantísima en todo el teatro lírico Europeo de la Grand Opera francesa de raíz meyerberiana en la significativa –no lo olvidemos- parte espectacular de la obra, que se combina con la íntima, que es la fundamental, aunque la primera le ha conferido su inmensa popularidad. El gran maestro italiano diseñó, incluso, las trompetas de la Marcha Triunfal y fue, prácticamente, el autor del libreto pues Antonio Ghislanzoni se limitó a versificarlo –«Si trata soltanto di fare i versi» como señala Verdi en su carta a Giulio Ricordi fechada el 25 de Junio de 1870. Todo ello puede apreciarse en la abundante correspondencia entre músico y libretista, que pone de relieve, asimismo, los inmensos sentido de la concisión e instinto teatral verdianos. Asimismo, en esta antepenúltima ópera del corpus del Maestro italiano, comparecen elementos fundamentales de su dramaturgia, como las pasiones encontradas y el conflicto entre el poder y el individuo, como subraya el catedrático de musicología Víctor Sánchez en su magnífico artículo del programa de mano.
Aunque el estreno de Aida se produjo en el El Cairo el 24 de Diciembre de 1871, para Verdi el verdadero y genuino aconteció en el Teatro alla Scala de Milán el día 18 de febrero de 1872. Evento para el que Verdi supervisó con supremo cuidado todos los elementos tanto musicales como escénicos, con una presencia muy activa en los ensayos. Incluso compuso una obertura, que desechó, manteniendo el inspirado preludio iniciado con la cuerda aguda en pianissimo. Sin embargo, el autógrafo no fue destruido y llegó a manos de Arturo Toscanini, que la interpretó en 1940 con la orquesta de la NBC. También grabó esta obertura Claudio Abbado con la orquesta del Teatro alla Scala.
Con presencia en su palco de los Reyes de España y diferentes figuras del mundillo político, social y empresarial, que se fotografiaban dichosos en un photocall, se produjo el opulento estreno de temporada.
La dirección de Nicola Luisotti, especie de director titular de ópera italiana no belcantista del Teatro Real, resultó equilibrada, con algunos pasajes logrados, que resaltaron los refinamientos de la orquestación verdiana, como el preludio y la magnífica introducción al acto tercero y aseguró unos mínimos en cuanto a progresión narrativa, con una escena triunfal sin excesos, pero tampoco particularmente brillante y sin librarse de algunos desajustes, que seguramente, se irán limando a lo largo de las funciones. De todos modos, estas dos primeras representaciones, especialmente la del estreno, tuvieron un aroma de Verdi light, ayuno de un punto de voltaje y de fuoco, como si se pretendiera huir, en la línea de lo que parece imponerse en el teatro lírico actual, de cualquier exaltación emocional o demasiada tensión teatral y asentar un Verdi «políticamente correcto», que no altere el ánimo ni sobresalte a los prebostes y venerables personalidades que asistían al estreno.
En la referida representación de apertura, día 24 de octubre, la soprano búlgara Krassimira Stoyanova, de medios demasiado líricos para el papel y ya declinante vocalmente, prestó su fraseo cuidado y señorial al servicio de una Aida más dulce y sumisa que apasionada. Stoyanova pena en el registro grave, como pudo comprobarse, sin ir más lejos, en «Ritorna vincitor», pero su canto musical y legato de clase comparecieron en muchos pasajes, como la plegaria «Numi pietà» de la citada aria, el «Tu sei felice, tu sei possente» del dúo con Amneris, «Cielo azzurri» del tercer acto, «La tra foreste vergini» del dúo con Radamès en el mismo capítulo…, Bien es verdad que agudos ya resultan un punto forzados y ayunos de mordiente, brillo y expansión y que la soprano búlgara es una cantante más bien sobria en cuanto a temperamento.
En la función del día 25, un pequeño grupo de Ucranianos protestaron en los alrededores del teatro por la presencia de la soprano rusa Anna Netrebko, lo cual no afectó en nada a la misma, pues se mostró exultante vocalmente en su creación de la esclava egipcia, a lo que se suma un temperamento y carisma arrollador. La Netrebko plasmó apropiadamente y con intensidad teatral el conflicto del personaje entre la devoción por su amado, el cariño a su padre y la lealtad a su patria El timbre bello, personal, caudaloso y opulento de la soprano rusa, con graves sólidos centro suntuoso, y agudos fáciles y timbrados llenó la sala, superando en todo momento a coro y orquesta. Realmente resulta sorprendente cómo una soprano que ha hinchado y oscurecido tanto su centro –sólo hace falta recordar la Netrebko que interpretó Natacha de Guerra y Paz en el Real con las huestes del Marinsky en 2001- mantenga esa sanidad en la zona alta y la capacidad para filar y cantar piano. Vehemente el «Ritorna vincitor», con una plegaria delineada sin la clase de vocalista de la Stoyanova, pero superior en intensidad emotiva. El tercer acto es un tour de force para la soprano, pero la Netrebko se paseó por el mismo con una mezcla de seguridad y facilidad apabullantes. Muestra de ello fue el final de «Oh Patria mia», en el que se encaramó al llamado «Do del Nilo» en pianísimo culminando la escala ascendente con una sola toma de aire. Espléndidos filados en el Dúo con Radamès, que volvieron a comparecer en el sublime dúo final con una Netrebko muy entregada que dotó de todo el tono místico y transcendente a la pieza. Cierto es que la articulación del idioma no es nítida, que al fraseo le pueden faltar claroscuros y variedad de colores y que pudo escucharse alguna nota pasada de afinación -vicino al tono-, pero, desde luego, no empañaron una interpretación arrolladora con la que la Netrebko, entregada y en rutilante estado vocal, defendió en el Teatro Real su estatus de gran diva actual de la lírica.
Piotr Beczala afrontó el Radamès, papel que excede a sus medios tenoriles, eminentemente líricos, con inteligencia, sin forzar en ningún momento y explotando, lógicamente, el lado amoroso del personaje sobre el guerrero. Su buen legato se mostró desde un bien calibrado «Celeste Aida», finalizado con un buen si bemol 3 en forte –el final previsto por Verdi, pianísimo morendo- es, prácticamente, imposible- sin especial squillo, pero emitido con seguridad. Un Radamès poco aguerrido, pero siempre musical, elegante, muy bien cantado, con la sola mácula de algún falsete desvaído. El polaco fue el mejor del elenco del estreno en opinión del que suscribe. Por su parte, Yusif Eyvazof el día 25 empezó con un «Celeste Aida» un tanto desdibujado, que concluyó, eso sí, smorzando el agudo, que no es lo exigido por Verdi, pero se acerca más que emitirlo en forte. El timbre poco seductor, aunque sonoro, el fraseo más bien vulgar, la emisión calante en algunos pasajes, que acreditó el tenor azerí se compensaron con su habitual entusiasmo y entrega, además de algunos agudos vibrantes como los del incandescente final del tercer acto «Sacerdoti, Io resto a te!».
Mucha alegría me produjo encontrarme con un Carlos Álvarez recuperado, después de problemas de salud padecidos en los últimos meses. El barítono malagueño debutaba, además, el Amonasro, papel dramático, no muy largo, pero muy exigente y firmó una notable interpretación. Su timbre ha perdido algo de brillo y pujanza, pero mantiene su atractivo y enorme nobleza, al igual que su canto, pues este Amonasro resultó siempre cantado y musical, sin asomo de rudezas. Un rey más patricio que agresivo. El gesto con el puño en su salida al final a recibir las ovaciones del público simbolizó su triunfo. El barítono polaco Artur Rucinski acentuó con intención mediante un canto bien delineado y musical con unos medios vocales pobres tímbricamente, faltos de anchura y de empaste genuinamente baritonal. Fácil en los agudos –se recreó en «Dei faraoni tu sei la schiava», pues es casi un tenor, cumplió sobradamente en su Amonasro el día 25.
Amneris es un gran personaje, hija de faraones, debe combinar altivez, ímpetu y majestuosidad con la condición de mujer sinceramente enamorada, pero no correspondida, por lo que cuenta siempre con la empatía del público.
La mezzo norteamericana Jamie Barton debutaba el papel y se acercó al mismo de forma demasiado cautelosa. Lo cierto es que el primer acto «lo rezó», resultando apenas audible. En el segundo fue mejorando, pero el sonido seguía en el escenario. Desaparecida en los concertantes, por fin cantó y se entregó interpretativamente en el acto cuarto, para el que se reservó descaradamente. La voz ya liberada y proyectada en el fabuloso dúo con Radamés, en el que la Barton emitió dos ascensos espléndidos y su gran escena posterior, por fin intensa con amplitud y extensión vocal, no la redimieron de cantar solo un acto y quedarse lejos de evocar el gran sabor de boca que dejó en el Real con su espléndida Leonora de Guzmán de La favorita de Donizetti en 2017. En la función del día 25, Ketevan Kemoklidze demostró que es una soprano neta, por lo que el papel le planteó problemas irresolubles en un registro grave desguarnecido y sordo, por mucho que la cantante georgiana intente inútilmente buscar resonancias, cargando y exagerando el registro de pecho. Los agudos de la parte no le plantearon problemas, lógicamente y su fraseo no destaca por especial finura. Por encima de lo vocal, hay que valorar la creación dramática de la Kemoklidze, que es una actriz dotada y buena caracterizadora, con lo que confirió de relieve dramático a su Amneris, expresando todas sus aristas y estados de ánimo, además de lograr un voltaje dramático en su dúo del segundo acto con Netrebko mucho mayor que el del día del estreno.
Ramfis, el gran sacerdote, representa el poder religioso, que supera al político y se muestra intransigente, fanático e inexorable. Una muestra más del anticlericalismo verdiano. Estimables ambos bajos intérpretes del papel en las dos funciones que aquí se reseñan. Por un lado, el día 24, Alexander Vinogradov, falto de redondez y densidad en el centro, pero de timbre sonoro y extenso. Más rotundo y denso, si bien un tanto cavernoso, el material del coreano Jongmin Park, el día 25. Ambos expresaron con propiedad el carácter solemne e implacable del personaje.
Poco que decir del Rey de un temblón y quebradizo Deyan Vatchkov, que ha comparecido en un estado vocal comatoso. Muy floja, también, desimpostada y calante, la sacerdotisa de Jacquelina Livieri. Mucho mejor Marta Bauza el día 25. Timbre bonito y bien colocado el del tenor Fabián Lara en un apreciable Mensajero.
La producción de Hugo de Ana estrenada en 1998 en el Teatro Real y repuesta una sola vez en 2018, se planteó en su día como una apuesta por la espectacularidad y el impacto estético. Por fin el teatro va a fijar esta puesta en escena como de repertorio –un papel que hace años jugó La bohéme de Gian Carlo del Monaco pues esta Aida estuvo 20 años desaparecida-, para reponerla de manera periódica y con ello conseguir, asimismo, unas buenas taquillas que aseguren el suelo financiero del teatro. Algo muy importante y que sin duda ocurrirá con las 20 representaciones programadas entre octubre y noviembre de este año. Fui muy duro con este montaje en mi reseña de la reposición de 2018 y desde luego no envejece bien y el problema, desde luego, no es su apuesta por lo espectacular, que tiene su expresión en Aida como he subrayado, o el realismo que dicen ahora, lo que ocurre es que Hugo de Ana, que firma dirección de escena, escenografía y vestuario, es un decorador, más que un director de escena. Un decorador no siempre provisto de gusto. El movimiento escénico, prácticamente, no existe, las masas están torpemente movidas, un exceso de figurantes realizan demasiadas ridiculeces sobre el escenario, las coreografías resultan insulsas y la caracterización de los personajes brilla por su ausencia. Asimismo, un montaje que presume de «realista» o conforme a libreto, nos hurta, algo imperdonable, en el maravilloso acto tercero, el Nilo, la vegetación de su ribera y la magia de la noche africana. La vistosidad de algunos pasajes, el impacto de la enorme, demasiado, pirámide cuando avanza hacia la boca del escenario, el suntuoso y colorista vestuario, las proyecciones y videos añadidos, casi nunca felices, no compensan una puesta en escena fundamentalmente vacía y sin ideas. Eso sí, no puedo dejar de añadir y de matizar todo lo expresado con el hastío que produce en los melómanos que llevamos tantos años viendo teatro lírico los dislates escénicos que se han producido por doquier. Efectivamente, todo ello nos lleva a apreciar una producción que para cualquiera que se asome al escenario tiene claro que está representándose Aida de Verdi, sin ocurrencias raras ni necesidad de libros de instrucciones. Lo mismo les ocurre a los cantantes. El tenor Piotr Beczala, que ha tenido que interpretar Radamès vestido de plátano, exaltaba su alegría al llegar a los ensayos y ver el vestuario y los decorados. Igualmente, no es aventurado pensar que Anna Netrebko ha aceptado asumir tres funciones más de las dos inicialmente previstas, porque se trataba de esta producción.
El coro femenino sonó poco empastado y con un sonido escasamente mórbido, como buena muestra su intervención en la escena de la toaletta de Amneris en el segundo acto. Mucho mejor el masculino, especialmente las voces graves y lo cierto es que la formación completa firmó una buena actuación, por presencia sonora y rotundidad, en las grandes escenas de riqueza polifónica.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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