SIMON BOCCANEGRA HISTÓRICO
Roma. Simon Boccanegra (Verdi). 6/12/2012. Teatro Constanzi, Opera de Roma. Riccardo Muti (dir. musical), Adrian Noble (dir. escena), Roberto Gabbiani (dir. coro). Orquesta y Coro del Teatro de la Ópera de Roma. George Petean (Simon Boccanegra), Maria Agresta (Maria Boccanegra/Amelia), Dmitry Beloselskiy (Fiesco), Franceso Meli (Gabriele Adorno), Quinn Kelsey (Paolo), Luca Dall´Amico (Pietro)
Desde que Claudio Abbado, allá por 1971/1972, en la Scala de Milán, con una magnífica propuesta escénica de Strehler, y después de un progresivo asentamiento durante los años sesenta, terminase por recuperar Simon Boccanegra como una pieza habitual del repertorio verdiano, es muy probable que este título nunca se haya representado en condiciones tan extraordinarias como las de las presentes funciones en la Ópera de Roma, con la figura de Riccardo Muti presidiendo el logro. En nuestros días este título ha gozado de una imprevista actualidad al encarnar Plácido Domingo a su protagonista desde hace algunos años, quedando reconocida finalmente Simon Boccanegra como una de las cumbres de la producción verdiana, presente así estos años en todos principales teatros de todo el mundo.
En este sentido, sorprendía, para bien, la decisión de Muti de sumarse a esta justificada actualidad de una partitura fascinante, decidiendo debutar con ella a sus 71 años, con una madurez verdiana consumada e indudable y de la que precisamente acaba de dar cuenta en un libro, Verdi, L'italiano. Ovvero, in musica, le nostre radici. Tan histórica se antojaba la cita de estas funciones, pues, que hasta un consumado verdiano como Antonio Pappano se encontraba entre el público, quizá en busca de una última vuelta de tuerca en torno a Simon Boccanegra, título que el propio Pappano ya ha dirigido, precisamente con Plácido Domingo como Boccanegra, y que retomará en julio de 2013 en el Covent Garden, con Thomas Hampson a cargo del rol titular.
Sea como fuere, podemos hablar de un Simon Boccanegra musicalmente histórico en la medida en que Muti ha sabido resaltar, como cabía esperar de él, hasta el más mínimo detalle de una partitura inspiradísima y compleja. Quizá la mayor virtud de Muti es que consigue espolear a músicos y cantantes hasta el punto de rendir por encima incluso de sus posibilidades. De ahí que la Orquesta y el Coro del Teatro de la Ópera de Roma se hayan consolidado como unos magníficos cuerpos estables, especialmente implicados a la hora de dar voz a las partituras verdianas. En este sentido, es relevante reseñar el espléndido nivel orquestal de los principales teatros italianos, de Roma a Milán pasando por Nápoles o Turín.
Esa sigue siendo quizá la asignatura pendiente, cada vez más resuelta, del mapa operístico español. En todo caso, el logro de Muti radica precisamente en abordar con personalidad y un mimo casi reverencial las partituras verdianas. Consiguió, por ejemplo, un momento mágico con el preludio que introduce el aria de entrada de Amelia Grimaldi, "Come in quest'ora bruna". De igual manera hizo que en el teatro se sintiese la presencia misma del mar, tan bien traducido por Verdi en oleajes orquestales, desde el Prólogo hasta la escena de Boccanegra sofocado buscando la brisa. Por no hablar del brío y del nervio que supo imprimir a los momentos de confrontación entre Fiesco y Boccanegra, lo mismo que a la escena del Consejo. No hay palabras para describir la perfección absoluta con la que coordinó el concertante final de dicha escena. Sólo cabe la admiración ante el modo en que Muti buscó las dinámicas, resaltó las texturas y los colores y obtuvo un sonido denso y afinado, lleno de tensión y drama en todo momento. En este sentido, tal fue la compenetración entre texto, canto y música que el propio Muti requirió la inclusión de sobretítulos en italiano para que nadie pasase por alto la intrincada relación entre partitura y libreto.
En todo caso, quizá el mayor logro de Muti radique en su capacidad para implicar a los cantantes en una tarea coral. Fue realmente fascinante el modo de articular la orquesta para que respirase con los cantantes, en una concertación impecable de voces y música durante toda la representación. De ahí que un reparto a priori sin presencias destacables terminase por revertir en una tarea muy meritoria por parte de todas las voces implicadas. En este sentido, el protagonista, el barítono rumano George Petean, sin poseer un instrumento y un fraseo dotados de singular personalidad, hizo los deberes y al servicio de Muti fue capaz de sonar cantabile y matizado. De tal modo que un barítono a priori más o menos anodino por material e intenciones, sonó finalmente como un Boccanegra noble y humanísimo, cantado con una dignidad digna de elogio.
En su buena comunicación con Muti, demostraron ambos que Boccanegra no es un papel tan distante de la raíz belcantista que está detrás de eso que denominamos "barítono verdiano". Al contrario de lo que cabría imaginar, Boccanegra no es tanto un rol para un barítono dramático -quizá ningún rol de barítono verdiano lo sea, en sentido estricto-, pues los momentos de ímpetu y autoridad son quizá los menos ante la cantidad de frases construidas sobre el puro aliento y el recitar cantando, desde el evocador "Del mar sul lido" hasta el bellísimo "Gran Dio, li benedici...", pasando por la sobrecogedora tercera escena del segundo acto, con ese escalofriante "Oh refrigerio!... la marina brezza!... Il mare!... il mare!... quale in rimirarlo di glorie e di sublimi rapimenti mi si affaccian ricordi!". Pura poesía sul fiato. Y Petean estuvo desde luego a la altura de esa comprensión belcantista del rol que dispuso Muti.
Algo semejante sucedió con el Japoco Fiesco de Dmitry Beloselskiy. Este joven bajo ruso posee un instrumento muy importante. Muti explicaba, en una reciente entrevista, que recurre a bajos de filiación rusa o eslava precisamente por la coloración vocal que ofrecen, aunque no siempre sean solventes a la hora de resolver los extremos más graves o agudos de la partitura. El caso de Beloselskiy encaja perfectamente con esta descripción. La voz es enorme y llena el teatro con una proyección muy solvente. A diferencia de otros bajos con los que guarda alguna concomitancia por color vocal, como Anastassov, Beloselskiy carece de engolamiento alguno; la voz está siempre fuera y el canto es liberado, sin esfuerzos ni apenas sonidos que delaten un sobreesfuerzo muscular. La voz ofrece además un indudable atractivo tímbrico, sumando a la coloración típicamente rusa del instrumento un eficaz metal en el agudo cuando éste suena desahogado. No parece casual, pues, que Muti haya decidido escoger a Beloselskiy para encarnar a Fiesco en estas funciones, después de haber confiado ya en él en ocasiones anteriores, como Zaccaria en Nabucco (Roma, 2011), como Federico Barbarossa en La battaglia di Legnano (Roma, 2011) o como Banco en Macbeth (Salzburgo, 2011). Sin duda, pues, una voz de bajo a seguir, a poco que el intérprete siga implicándose en sus intepretaciones y la voz madure hasta alcanzar un grave más rotundo. Su Fiesco fue muy notable, dejando momentos de notable impacto vocal y frases de factura teatral muy lograda, gracias a un legato eficaz y a un trabajo muy apreciable con el texto.
En el caso de Maria Agresta estamos también, indudablemente, ante una voz con un futuro muy prometedor. Después de haberla escuchado como Leonora (Il Trovatore, Valencia, 2012) y Violetta (La Traviata, Munich, 2012), podemos decir sin duda que estamos ante la soprano lírica italiana llamada a seguir las huellas y la trayectoria de alguien como Frittoli, por ejemplo. El timbre, típicamente italiano, amalgama un centro más o menos carnoso, aunque a veces desguarnecido, con un cierto metal arriba, donde el sobreagudo, no siempre regular, campanea con soltura. Una voz, en suma, que no es quizá la ideal para abordar un rol tan engañoso como el de Amelia/Maria, que exige al mismo tiempo un canto lírico, de agudo resuelto, con agilidades y también con un grave sólido, una voz a medio camino entre la lírica plena y la dramática.
Se trata de un papel con una vocalidad más próxima quizá a la de una Desdémona (Otello) o a la de una Elisabetta (Don Carlo), incluso a la de una Odabella (Attila), y no tan afín a las demandas de Leonora o Violetta, que son como decíamos los roles que centran de algún modo la carrera de Agresta en estos momentos. Pero lo cierto, así las cosas, es que su Amelia Grimaldi fue espléndida, aunque con las citadas reservas a la hora de abordar el grave y algunos saltos interválicos muy acusados, como los que se encuentran en el terceto que cierra el segundo acto. En todo caso, ojalá lo único que pudiera reclamase a quienes se aproximan a este rol fuera la tenencia de un grave algo desguarnecido e insuficiente.
A cambio, Agresta ofrece una búsqueda constante del belcanto, a base de medias voces, filados y smorzature de muy notable resolución. Su compenetración con Meli y Petean fue también digna de mención, así como su escrupulosa atención a las exigencias de Muti, que escogió en algunos momentos tiempos muy marcados, ya fuera por la lentitud o la celeridad, y a los que Agresta respondió midiendo con precisión y sin descuidar la articulación.
Espléndido resultó también el Gabriele Adorno de Francesco Meli, que cosechó abundantes y efusivos aplausos. Incluso alguien desde las alturas del teatro gritó "Questo è cantare!" tras su "O inferno!... Cielo pietoso rendila...". Lo cierto es que recordó a los más grandes en su encarnación de Adorno, con un concepto neto y resuelto de lo que implica el canto verdiano. El timbre es una belleza comunicativa y el intérprete es de una sensibilidad tan espontánea como sutil. Fraseó con un gusto admirable y no se arredró ante la espinosa tesitura del rol, con no pocos ascensos al agudo en condiciones expuestas. El agudo, al menos en la función que comentamos, funcionó a las mil maravillas, y sonó limpio, timbrado y grande. Realmente fue un placer escuchar a un cantante cómodo, musical e implicado, amén de italianísimo en su fonación. Hay algunas imperfecciones técnicas, esporádicas, en su resolución del pasaje, pero por lo general es un tenor lírico muy a tener en cuenta para este repertorio, siempre y cuando no insista en roles más dramáticos que líricos.
Bastante menos convincente resultó el Paolo de Quinn Kelsey, sobre todo a causa de un instrumento de belleza recóndita, por decirlo de algún modo, y con una articulación dificultosa en italiano. Lo cierto, en todo caso, es que se hizo escuchar y sacó partido al texto de un rol a menudo descuidado en las producciones de Simon Boccanegra y que tiene, sin embargo, momentos de notable lucimiento. Kelsey convenció más por las intenciones que por los resultados.
En el apartado escénico, Adrian Noble ofreció un trabajo de una teatralidad convencional, en el buen sentido del término, resolviendo con agilidad el movimiento de masas y sin complicar en exceso la dirección de actores, bastante contenida pero eficaz. La escenografía corría a cargo de Dante Ferretti, oscarizado en tres ocasiones como mejor director artístico (en 2004 por El aviador, en 2007 por Sweeney Todd y en 2011 por Hugo). Ferretti recurría a un esquema sencillo de arquitecturas monumentales de estética genovesa, con la presencia del mar al fondo. Una propuesta escénica de líneas claras, limpias y bien iluminada, aunque muy poco sugestiva. En este sentido, para acompañar el carácter histórico de la realización musical de estas funciones, seguramente hubiera sido un acierto mucho más interesante y acertado intentar recuperar la citada producción de Strehler con escenografía de Frigerio para la Scala, aunque imaginamos las dificultades que pudiera entrañar dicha recuperación.
En todo caso, cabe hablar, por méritos propios, de un Simon Boccanegra histórico, gracias a Muti, gracias a unos músicos muy implicados y gracias a un equipo de cantantes entregado y motivado que sonó, seguramente, por encima incluso de sus propias expectativas. Y gracias, también y sobre todo, a Verdi, por una partitura que celebramos que se siga consolidando como una obra maestra del género. En suma, unas funciones para el recuerdo, sin duda alguna.
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