«Heggie es ya el segundo compositor vivo más representado mundialmente, después de el mucho más veterano Philip Glass».
Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
San Francisco. War Memorial Opera House. 17-XI-2018. It’s a Wonderful Life (Jake Heggie / Gene Scheer). Golda Schultz (Clara), William Burden (George Bailey), Adriana Chuchman (Mary Hatch), Joshua Hopkins (Harry Bailey), Keith Jameson (Tío Billy), Rod Gilfry (Mr. Potter). San Francisco Opera Orchestra. Dirección escénica: Leonard Foglia. Dirección musical: Patrick Summers.
Los EE.UU. son un motor muy importante de la creación operística contemporánea. Un vistazo a la base de datos de Opera America permite comprobar que en los últimos 25 años se ha mantenido una media superior a los 25 estrenos mundiales al año en el país (aunque con fuertes fluctuaciones). Por supuesto, la gran mayoría se queda en experimentos o curiosidades: solo un 10% reciben más de una producción. De estas, muchas son repuestas solo una o dos veces y son poquísimas —un 10% dentro de este 10%— las que entran en el repertorio, con 10 o más producciones.
Si ya cuesta ampliar el repertorio dentro de los compositores asentados —ver más obras de Donizetti que las 8 o 9 de siempre, por ejemplo— que una ópera contemporánea se asiente dificilísimo. Si es de corriente vanguardista, será complicada de presentar al gran público, pues lo poco familiar difícilmente agrada en una primera escucha. Si, en cambio, apela a la melodía y busca agradar al público es fácil que quede en tierra de nadie. No será lo suficientemente «artística» o innovadora como para convencer a un sector de aficionados ni tendrá detrás el marketing o la simplicidad de un musical de Broadway como para triunfar como producto comercial.
Sin embargo, hay un par de compositores que parecen dar con la tecla una y otra vez. Es el caso de Jake Heggie, quien se ha convertido ya incluso en un reclamo de taquilla. Su primera ópera, Dead Man Walking (2000), alcanzó las 42 producciones diferentes en sus primeros 15 años de recorrido y ha tenido buena acogida por todo el mundo —España incluida, con unas exitosas funciones en el Teatro Real la temporada pasada—. Otras obras, como Three Decembers, también están muy asentadas y su más reciente Moby Dick parece que va por el mismo camino. Con ello, Heggie es ya el segundo compositor vivo más representado mundialmente, después de el mucho más veterano Philip Glass.
Ahora, de la mano de su habitual libretista Gene Scheer, nos propone una nueva ópera basada en el clásico hollywoodiense ¡Qué bello es vivir!, que llega a la San FranciscoOpera dos años después de su estreno en Houston, pero sensiblemente retocada. Scheer y Heggie siguen fielmente el guion de la inmortal película de Capra, hasta el punto de reproducir muchas líneas de diálogo y calcar escenas emblemáticas. Empezamos con un prólogo en el cielo, donde un «Ángel de Segunda Clase» escucha multitud de oraciones por un tal George Bailey, un hombre que ha caído en la desesperación y está a punto de quitarse la vida. En la mayor desviación de la película, este ángel no es el entrañable abuelete Clarence, sino Clara, una pizpireta soprano. Tras recibir autorización desde mayores alturas —en la voz pregrabada de Patti LuPone—, Clara viaja a la Tierra para primero conocer la vida de George y luego intentar salvarlo. Para despejar el sentimiento de una vida desperdiciada, le mostrará lo que habría sido de su pequeña ciudad, Bedford Falls, si él no hubiera existido. Finalmente, el pueblo entero correrá en ayuda de George, Clara se ganará el ascenso a Ángel de Primera Clase y, con él, sus alas y el público podrá disfrutar de un happy ending. Solo el viejo avaro Mr. Potter se verá frustrado en sus planes de explotar económicamente Bedford Falls y a sus habitantes.
Más aún que en sus anteriores trabajos, It’s a Wonderful Life está muy cercana al musical. Las influencias de Gershwin o Loewe son claras y hasta la coreografía y los números de conjunto nos recuerdan al mundo de Broadway y de la edad de oro de Hollywood. En todo momento, Heggie y Scheer tratan de agradar al público e incluso apelar a su nostalgia. La música incial, sobre una suerte de títulos de crédito proyectados sobre el telón, podría encajar en cualquier película de los 40. Hay números realmente pegadizos, como el cuarteto «Goodbye Bedford Falls», y en general una música accesible y animada. El libreto está bien construido y consigue evocar muchas de las grandes escenas de la película —el pánico bancario, la primera cita de George y Mary, etc.—. Muchas están si acaso demasiado calcadas o plasmadas de modo excesivamente complaciente e inofensivo, pero hay dos toques inspirados que proporcionan algo de tensión. Cuando George llega a casa, desesperado por su inminente ruina, su hija mayor está practicando al piano, como en la película. Pero aquí toca repetidamente «Hark! The angels sing» en una serie de modulaciones cada vez más chirriantes, reproduciendo el estado mental de su padre al escucharlas. Asimismo, en la escena en la que Clara muestra la sórdida versión alternativa de Bedford Falls, la música desaparece, reemplazada por un crispante y helador ruido de fondo electrónico. Estos dos detalles proporcionan la progresión dramática necesaria para que el desenlace sea liberador y satisfactorio.
El afán de los autores por complacer al público y tocarle la fibra sensible es generalmente exitoso, pero se les va la mano justo al final. En efecto, después de un satisfactorio clímax en el que el pueblo acude en ayuda de George, el epílogo en el que Clara consigue sus alas no funciona bien, con una moraleja en forma de pareado que se pasa de cursi. Peor aún, acabada la obra, el director y reparto invitan al público a unirse a ellos cantando el «Auld lang syne», lo que resulta muy forzado.
La producción de Leonard Foglia cubre el escenario con una serie de puertas que Clara atraviesa para acceder a diferentes momentos de la vida de George. La escenografía es mínima y se complementa con proyecciones. Por desgracia, no se representa siempre bien la acción y de hecho surge la duda de hasta qué punto sería fácil seguir la historia para quien no conozca la película. En particular, la escena del baile de graduación, en la que la pista de baile se abre y George y Mary caen a la piscina, parece del todo indescifrable en base a la producción.
Resulta fundamental en esta obra contar con unos protagonistas carismáticos, pues si no simpatizamos fuertemente con los protagonistas es imposible que la representación funcione. En este sentido, William Burden alcanza un gran éxito en el papel de George Bailey. Este tenor consigue recorrer un amplio abanico de emociones, desde su inocente entusiasmo juvenil a su nihilismo y tendencia suicida cuando toca fondo. Más aún, y después de un comienzo algo áspero, hace gala de un timbre atractivo y juvenil. Igualmente delicado es el papel de Clara, quien está constantemente en escena, invisible para los demás personajes pero observándolos y acompañándolos en los números musicales. Golda Schultz, aunque tarda en calentar y no luce demasiado en su bella aria inicial, exhibe una energía y entusiasmo contagiosos durante toda la obra y resulta encantadora.
De entre los casi 25 solistas, más un simpático cuarteto de Ángeles de Primera Clase y varios niños que no cantan, destaca el Harry Bailey del barítono Joshua Hopkins, con un tono robusto y la mayor voz del reparto. Adriana Chuchman, en el papel de Mary, también consigue contruir un personaje. Se echa en falta algo más de lirismo en su principal momento solista —su despedida del instituto— pero tiene una gran química con Burden en sus dúos. También solvente Rod Gilfry como el villano Mr. Potter, aunque es un personaje que sufre en esta versión operística y resulta demasiado caricaturesco. El resto del elenco proporciona un más que correcto apoyo en los muchos números de conjunto. Patrick Summers, habitual colaborador de Heggie, se muestra totalmente cómodo con la partitura y dirige de manera fluida, animada e idiomática. Tanto los pasajes más festivos como los más disonantes están perfectamente recreados por la orquesta.
Sería posible extenderse mucho más en detalles de la función y de la obra. Pero, a fin de cuentas, hay un criterio fundamental para juzgar una adaptación de ¡Qué bello es vivir! y es si logra emocionarnos cuando George aprende que nadie que tenga amigos es un fracasado. Por mi parte, y pese a las pequeñas pegas señaladas, Heggie y Scheer lo consiguen.
Foto: Cory Weaver/San Francisco Opera
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