Por Raúl Chamorro Mena
21-12-2015, Milán, Teatro alla Scala. GIOVANNA D’ARCO (Giuseppe Verdi). Anna Netrebko (Giovanna), Carlos Álvarez (Giacomo), Francesco Meli (Carlo VII), Dmitri Beloseslkiy (Talbot), Dirección Musical: Riccardo Chailly. Dirección de escena: Moshe Leiser y Patrice Caurier.
A pesar de las críticas procedentes de algunos sectores, nunca contentos con nada fuera de lo que ellos consideran lo selecto y “de nivel”, resultó completamente adecuada la elección de la ópera Giovanna D’Arco de Verdi para la inauguración de la presente temporada del Teatro alla Scala. La obra llevaba desde 1865 ausente del templo milanés, donde se había estrenado en 1845 constituyendo una de las siete óperas verdianas estrenadas en la Sala Piermarini. El propio maestro expresó en su día que era “la mejor de sus obras” y eso que ya había estrenado previamente Nabucco y Ernani. Por si fuera poco, Riccardo Chailly, actual director musical titular, la considera una creación de gran valía, que merece mucha más presencia en los teatros, ya que anticipa, en su opinión, que comparte quien firma estas líneas, todo el Verdi posterior. Por si fuera poco, el papel protagonista, que fue escrito para toda una diva de la época (Erminia Frezzolini, amiga personal de Verdi), se asignó a la gran diva del momento, la rusa Anna Netrebko.
Ante todo, hay que subrayar el excelente nivel musical global que aseguró el maestro Chailly en su interpretación. Una labor de gran belleza, que traslucía un gran trabajo y dedicación en perfecta armonía con el cariño que siente por esta partitura. La respuesta de los cuerpos estables de la casa fue óptima en un repertorio en el que resultan imbatibles. Magnífico el coro, empastado y rotundo, que es un personaje más en esta composición. Espléndido el sonido de la orquesta con una cuerda compacta, dúctil, sedosa y unas maderas sobresalientes, que dieron toda una exhibición ya desde la magnífica obertura. Antes que por la incandescencia, que por la rítmica perentoria especialmente característica del Verdi temprano, el músico milanés se esmeró por resaltar los planos sonoros, las calidades de la orquestación, más elaborada de lo que se piensa, por obtener el refinamiento tímbrico posible, para contradecir el sambenito de rudo o bandístico que a veces acompaña al Verdi llamado de galeras. Asimismo, arropó al canto con un tejido orquestal intenso y brillante, pero nada pesante. Esta labor con sus importantes dosis de elemento analítico no dejó, ni mucho menos de lado el sentido de la tensión y progresión teatral, no en vano la trayectoria de Chailly en los fosos operísticos se remonta a más de 40 años. Impecable resultó asimismo, la organización, progresión y balance del concertante y posterior stretta del acto tercero.
Anna Netrebko certificó su condición de prima donna del momento en unas coordenadas en las que, por repertorio actual y venidero, así como por vocalidad, parece afrontar la senda del soprano assoluto, si bien debería mejorar diversos aspectos para ello, entre ellos el importante apartado de la agilidad. Desde las primeras notas, se tuvo la sensación que un vendaval sonoro llenaba el gran coliseo Milanés. Un sonido contundente, caudaloso, bello, de gran singularidad tímbrica, de centro ateriopelado, sombreado, denso, graves sólidos (la particella prevé hasta do por debajo del pentagrama) y agudo seguro y firme, con más timbre que punta, pero de gran efecto en sala. Una voz que campaneó pletórica en los conjuntos como el ya citado concertante del tercer acto.
A veces, eso sí, se tiene la sensación de escuchar una gran colección de sonidos producidos por una voz privilegiada y una artista muy carismática, que una línea de canto trabajada y de gran clase. Por ejemplo, en el magnífico cantabile “O fatidica foresta” se echó de menos un canto elegíaco más depurado, perjudicado, asimismo, por un fiato demasiado corto, por unas tomas de aire excesivas, que comprometieron la línea canora. Espléndida sin embargo, en “Sempre all’alba ed alla sera” intensísima, entregada y vibrante. Como ya se ha señalado, su carisma, su magnetismo embrujó la sala con un final de la ópera en que la soprano rusa pareció entrar realmente en trance como le sucede a la protagonista. Una alegría comprobar como nuestro compatriota el barítono malagueño Carlos Álvarez, después de los problemas de salud que le alejaron de los escenarios, va recuperando su mejor estado vocal, vuelve a la primera escena internacional y con gran éxito. La voz, muy recuperada, bella y gallarda donde las haya, sonó lozana y bien timbrada por el teatro, así como su canto noble e irreprochablemente musical, aunque bien es verdad, parco en sutilezas y matices dinámicos (que uno espera especialmente en la bellísima plegaria del acto segundo “Speme al vecchio era una figlia”, que quien firma estas líneas pudo degustar a un ya muy veterano, pero aún magistral Renato Bruson hace unos años en Parma). Álvarez, sin duda, convenció en su Giacomo, otro más de la gloriosa galería de padres Verdianos, éste en concreto, un personaje especialmente obtuso e intransigente, y fue muy aplaudido por el público Scaligero. El papel menos interesante de los principales es el del tenor, el más bien pusilánime rey Carlos VII de Francia, que tuvo en Francesco Meli un intérprete entregado, demostrando su genuina italianità con un timbre grato y corposo en el centro (bien que un tanto falseado por el cantante) y su canto ardoroso y comunicativo, a falta tanto de una mayor inspiración y clase en su fraseo, como de una debida resolución del pasaje de registro. Un lujo de esos que a veces se permiten teatros de esta categoría se antoja la presencia de una voz del fuste de Dimitri Beloselskiy en un papel prácticamente de partichino como es el Talbot.
La producción de la dupla Moshe Leiser y Patrice Caurier funciona razonablemente. Vemos al comienzo una casa de la época en que se estrenó la ópera con Giacomo y su hija, Giovanna, que sufre, no una locura, sino una especie de neurosis, conforme afirman los propios autores de la regia en el siempre magnífico libreto-programa editado por La Scala. En tal sentido, los sucesos de la obra son una especie de sueño, una expresión de los anhelos de una mujer inconformista, desenfadada, aventurera, asfixiada por unos rigurosos códigos morales y un padre cerril que prefiere ver a su hija muerta que atentando contra su honor. Todo ello encuadrado en la plausible opinión, que ese conflicto era el que realmente interesaba a Verdi, resultando el marco histórico una mera concesión a los gustos y convenciones del melodrama del Ottocento.
Lo sobrenatural, muy presente en la ópera, se centra sobre todo en los personajes del Rey, que parece más que nada una aparición fantástica con su armadura dorada, y el de Giovanna así como los demonios que encarnan la tentación a la joven. La dirección de actores fue solvente y funcional, todos cantan en la parte delantera del escenario y la Netrebko encuentra un magnífico vehículo para lucir su carisma y sugestión ante el público, destacando esos momentos con la cruz en el acto tercero, en plan pasión de Juana de Arco y la gran escena final.
Gran éxito, ovaciones interminables y varias salidas a saludar de los artistas certificaron el triunfo de esta Giovanna que volvía 150 años después al teatro que le vió nacer.
Foto © Brescia-Amisano / Teatro alla Scala
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