Por Alejandro Martínez
07/12/2014 Múnich: Bayerische Staatsoper. Puccini: Manon Lescaut. Kristine Opolais, Jonas Kaufmann, Markus Eiche y otros. Alain Altinoglu, dir. musical. Hans Neuenfels, dir. de escena.
Sin paños calientes. La historia de Manon Lescaut no es un cuento dulce y almibarado. Ni siquiera es una tragedia comme il faut. Es el relato crudo, aunque aquí elevado a poesía gracias a la música de Puccini, del destino fatal de dos personajes que creen en sus pasiones y deciden sucumbir a la tentación de adueñarse de su propio destino, al margen de convenciones sociales y voluntades de terceros. En este sentido, convendría revisar hasta qué punto el verismo fue una cierta rebelión contra el romanticismo más convencional. Hans Neuenfels, el director de escena de esta producción que nos ocupa, se toma de hecho muy en serio esta óptica apuntada, desnudando Manon Lescaut de esos ropajes melodramáticos y renegando de esa visión edulcorada del libreto que seguramente se daba un tanto a la versión empolvada y afrancesada que armase Massenet apenas diez años antes del estreno de la partitura de Puccini.
Neuenfels plantea así una estética que abomina del romanticismo más canónico, con un distanciamiento casi analítico, como apunta de forma evidente con esa escenografía, con esos recortes de luz y con esos fríos telones. A partir de este código estético, digno casi de un laboratorio, y aderezado con algunos guiños a un lenguaje de dominación sexual, Neuenfels centra la atención en el modo en que la pareja protagonista, a partir de su atracción, rompe las reglas un código social establecido, precipitando sus vidas hacia un horizonte de fatalidad y desolación. Neuenfels cuestiona incluso la autenticidad de la atracción que ambos sienten, como si en realidad fuese mayor la tentación de romper las reglas que el deseo mutuo que les atrae. No en vano su dirección de actores explota al máximo el conflicto entre los dos protagonistas, como en un constante reproche.
Evidentemente el trabajo de Neuenfels adolece por todo ello también de un exceso de desnudez y análisis, imponiendo a menudo sobre el libreto propiamente dicho una óptica y una estética que comunican, sí, pero más al servicio de Neuenfels que de Puccini. Pero la propuesta funciona y tiene una fuerza indudable. Y es que quizá no haya mejor forma de escenificar un desierto que con una caja vacía fríamente iluminada y de paredes negras, sin más esperanza que la que los dos protagonistas se alientan el uno al otro, errando en esa ausencia que lo indunda todo. Por otro lado, Neuenfels cuaja una versión curiosamente muy pegada a la música, más que al libreto propiamente dicho. Es por cierto realmente increíble la madurez compositiva que muestra Puccini en la que fue tan sólo su tercera ópera, estrenada en Turín en 1893, tras Le Villi y Edgar.
Esta producción saltó por cierto a la palestra cuando Anna Netrebko se descabalgó de la misma apenas iniciados los ensayos, por supuestas desavenencias con la propuesta de Neuenfels. Desavenencias quizá no con el mal llamado Regietheater (recordemos que sí aceptó el Macbeth de Kusej) sino con el propio Neuenfels, a resultas de algún incidente durante los ensayos, aunque haya circulado la versión de que había algún tipo de distanciamiento entre ambos en torno al concepto de mujer que el director de escena quería poner sobre el escenario.
Kristine Opolais, al cargo del rol titular, se está consolidando no tanto como una gran intérprete en un sentido global sino como una espléndida soprano pucciniana en particular. Baste ponderar su espléndido rendimiento con esta Manon Lescaut y el regusto agridulce que nos dejó su Vittelia hace algunos meses, también en Múnich. Como ya dijésemos al hilo de su Manon Lescaut de Londres, hace unos meses, Opolais no cuenta, a decir verdad, con un instrumento privilegiado, aunque su voz tiene el empaque suficiente para hacerse oír ante la orquestación del de Luca. La voz de Opolais, en esta ocasión más que nunca antes, nos trajo ecos del timbre de Renata Scotto, salvando todas las distancias que ustedes quieran. Pero coincide con ella en ese punto agrio y ácido del timbre, ligado a ese acento siempre vívido e incisivo, rematado por una gran facultad para colorear el fraseo. Y es que si por algo se destaca un cantante con Puccini es por su capacidad, o no, para colorear los sonidos que produce. En este sentido, el trabajo de Opolais es digno de elogio, abundando además en un legato de muy buena factura. Aunque levemente sobreactuada en escena, como demasiado enfática, Opolais sabe sacar gran partido al atractivo de su figura, dando entrever un fácil entendimiento con la propuesta de Neuenfels.
Jonas Kaufmann volvió a demostrar que se encuentra en el cenit de su trayectoria, exultante de medios desde su primera intervención, con una emisión sólida y segura, por personal que pueda antojarse. Maneja su instrumento a placer, plegándolo al texto con suma facilidad, atendiendo a dinámicas, acentos y permitiéndose no pocas muestras de virtuosismo, recogiendo la voz y jugando con la emisión en piano. Tan sólo mostró un leve apuro al coronar su gran escena al cierre del tercer acto, con el “No, pazzo son”, no alcanzando un agudo todo lo liberado y pleno que se esperaba. Como ya apreciásemos en torno a su Des Grieux en Londres, construye el papel no a base de un énfasis verista sino a través de un fraseo acariciador, poético, retratado a un personaje vulnerable y herido. En conjunto, un Des Grieux digno de elogio. Del resto del reparto cabe destacar tan sólo el estimable Lescaut de Marcus Eiche, un barítono muy solvente y habitual en los repartos de la Bayerische Staatsoper.
La batuta del director francés Alain Altinoglu dispuso una dirección muy estimable, sostenida sobre una orquesta de rendimiento brillante y poderoso. Aunque levemente pasada de decibelios por momentos, con un balance entre foso y escenario no del todo resuelto (quizá también por las singulares condiciones de la escenografía), Altinoglu obtuvo una gama verdaderamente espléndida de intensidades del foso de la Ópera de Múnich. A su notable dirección le faltó, no obstante, contar con un color más genuinamente italiano en las cuerdas, en las que echamos de menos ese arrebato, ese vuelo que tanto demanda Puccini, con una música hecha de texturas y dinámicas por encima de todo.
Fotos: Wilfried Hösl
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