CODALARIO, la Revista de Música Clásica
Está viendo:

Crítica: «La valquiria» de Wagner en el Teatro Real, dirigida por Robert Carsen y Pablo Heras-Casado

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp
Autor: Raúl Chamorro Mena
28 de febrero de 2020

Gris Valquiria en la continuación del Anillo del Real

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 25-II-2020. Teatro Real. Die Walküre-La Valquiria (Richard Wagner). Primera jornada del Festival escénico El anillo del nibelungo. Ricarda Merbeth (Brünhilde), Adrianne Pieczonka (Sieglinde), Stuart Skelton (Siegmund), Tomasz Konieczny (Wotan), Daniela Sindram (Fricka), René Pape (Hunding). Orquesta titular del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Robert Carsen.

   Después del prólogo El oro del Rhin llegaba el turno de la primera jornada de la tetralogía El anillo del nibelungo, la segunda programada en el Teatro Real en su historia reciente, una obra tan grandiosa como singular y ambiciosa, que cuenta con un puesto clave dentro de la historia de la cultura Occidental. No voy a ser original, comparto la devoción por La Valquiria, la jornada más popular, la única que se representa con asiduidad separada de sus hermanas y también pienso que la más hermosa de todas, que no participa, en mi opinión, de las irregularidades e inevitables altibajos de las otras. Una creación hermosísima, en esa senda del «arte total» que buscaba el autor, con una orquestación prodigiosa, profundo lirismo combinado con tono épico, grandiosos personajes, el drama con toda su fuerza emotiva, particularmente la que deriva de esa relación entre los humanos Siegmund y Sieglinde, los gemelos Welsungos concebidos por Wälse, una manifestación de Wotan, con una humana. La relación incestuosa entre ambos será víctima de los manejos de los Dioses y fuente del tormento del Dios supremo, uno de los grandes personajes de la historia de la ópera y protagonista absoluto de la saga, cada vez más esclavo de sus pactos y los equilibrios necesarios para mantener el poder.

   La última vez que se representó Die Walküre en el Real fue hace 17 años con ocasión de la que era hasta ahora única tetralogía programada por el recinto de Plaza de Oriente y en el recuerdo de todos, la memorable actuación de Plácido Domingo como Siegmund y Waltraud Meier como Sieglinde, que pusieron el teatro boca abajo y llenaron de emoción la sala, incluso en el ensayo general, que pude presenciar junto a tres funciones, con un acto primero flamígero. En esta ocasión, estamos ante una representación más bien anodina, que empezó con retraso, seguramente provocado por la presencia de las cámaras de televisión, y en el que el elenco vocal, sin ser especialmente brillante, se situó por encima de una gris prestación orquestal.

   La producción de Robert Carsen procedente de la Opera de Colonia se centra en alejarse lo más posible del mito (como tantas) y si en el prólogo El oro del Rhin se nos hablaba de colapso ecológico -que finalmente sólo se apreciaba en la primera escena- como consecuencia de esa alteración de la naturaleza que provoca la ambición de poder, en La Valquiria se pretende plasmar otra de las consecuencias de ese afán de poder, la dicotomía entre un mundo de los humanos en guerra, devastado e inhóspito (evocado por la nieve pertinaz y las praderas heladas), y la vida de lujo y despreocupación de los poderosos, los Dioses, que aquí son presentados como una pequeña oligarquía de burgueses potentados que viven de manera opulenta y acomodada encabezados por Wotan, caracterizado como un tiránico general de República bananera rodeado de militares y escoltas armados con fusiles de asalto. De tal modo la casa de Hunding es una especie de campamento entre la nieve de un mercenario, señor de la guerra o traficante de armas, lleno de pertrechos, armas automáticas y municiones, entre los que Carsen introduce un tronco del fresno en un ladito con la espada Nothung clavada en el mismo. Siegmund debe afrontar el canto de la primavera ante una copiosa nieve (sin comentarios). Por otro lado, la primera escena del acto segundo nos muestra ese mundo lujoso y acaudalado que vive despreocupado entre fiestas y celebraciones. Un gran salón del palacio de Walhalla, o más bien de Tirano Banderas o, incluso podría ser del Berghof de Hitler en los Alpes Bávaros («Dónde en las montañas te ocultas» exclama Fricka) con enormes pinturas simbólicas. Innegable la vistosidad de esta escenografía, al igual que el comienzo de la siguiente escena del mismo segundo acto, con la entrada, entre la ventisca, de Siegmund y Sieglinde exhaustos, acorralados en su penosa huida y que encuentran refugio en un Jeep desvencijado.


   En definitiva, la desmitificación no es nada nuevo en el Anilllo wagneriano, ya se ha hecho desde múltiples perspectivas y no parece que esta producción, de momento, añada nada nuevo ni contenga especiales ideas. Justo es destacar un movimiento escénico trabajado y algunos aciertos teatrales -como corresponde a un regista de la categoría de Carsen-  como esa gran sombra de Wotan al fondo del escenario cuando decide el combate –en contra de su voluntad- a favor de Hunding frente a su hijo Siegmund, o el momento en el último acto del abrazo entre el Dios supremo y su también descendiente la valquiria Brunilda, momento cumbre de la historia del teatro lírico y que resulta muy bien planificado y con el apropiado clímax emotivo en esta producción. A ello se sumó que el tercer acto fue el más aceptable del apartado orquestal. Más allá de todo, ello, conviene insistir, no encuentro mayor interés en la propuesta escénica, a cambio de ver uno de los personajes más grandiosos de la historía del género, Wotan, convertido en un caudillo o general de tres al cuarto, ataviado de ridículo uniforme y con un vulgar bastón en lugar de su lanza. Sin embargo y al contrario de lo que sucedió el pasado año con el prólogo, en esta ocasión el intérprete de Wotan, el polaco Tomasz Konieczny confirió mayor enjundia al personaje, invadido por las contradicciones, la soledad y los compromisos (los pactos que le atan) de quien detenta el poder supremo. Konieczny es barítono no Bajo-barítono especial vocalidad creada por Wagner, ya desde el protagonista de El Holandés errante, por lo que le falta pasta, robustez, anchura, densidad y solidez en el grave. Asimismo, como cantante es más bien rudo, pero atesora dos cualidades fundamentales para afrontar el repertorio wagneriano en general y Wotan en particular, potencia vocal y resistencia. Asimismo, como ya subrayaba más arriba, es un buen actor y a través de apropiados y vehementes acentos y un fraseo, a falta de clase, muy incisivo, logró dotar de empaque a su caracterización. Como ejemplo de ello, su monólogo del segundo acto, pieza fundamental para comprender su estado psicológico y especialmente el final del mismo, cuando el Dios exclama «Auf geb’ ich mein Werk; nur Eines will ich noch: das Ende, das Ende!» («Abandono mi obra, sólo quiero aún una cosa: El fin, El fin!»). El barítono polaco resaltó y contrastó apropiadamente los dos «Das Ende!», ese fin que Wotan vislumbra cercano. La otra gran protagonista de toda la tetralogía y no sólo de esta jornada es la Valquiria Brünhilde (Brunilda), concebida, asimismo, por el Dios Supremo con Erda la Wala, y que junto a sus hermanas llevan al Walhalla el alma de los héroes caídos para formar parte del ejército con el que Wotan se enfrenta a las hordas Nibelungas de Alberich. El Dios supremo, cediendo a las presiones de du esposa Fricka y al objeto de mantener el orden establecido, única manera de que la casta poderosa de los Dioses sobreviva, se ve obligado a ordenar contra su voluntad, que en el combate la virgen guerrera ayude a Hunding en contra de su propio hijo Siegmund.


   El profundo e indondicional amor entre los dos Wëlsungos conmueve a Brunilda y apela a su compasión (elemento fundamental en la creación wagneriana), con lo que se revela su lado más humano. Por tanto, la valquiria desobedecerá a su padre, quien le castiga por ello, aunque en el fondo desea y agradece ese acto de rebeldía. Brünnhilde fue encarnada por la soprano alemana Ricarda Merbeth, cuya vocalidad corresponde a Siglinda (de hecho, le ví hace unos años una interpretación notable de dicho papel en un acto primero de Valquiria en concierto en Valladolid con dirección de Marek Janowski). El timbre de la Merbeth carece de entidad en el grave, de anchura en el centro, de volumen y robustez, pues está lejos de ser la Hochdramatische sopran que pide el papel. Todo ello se puso de manifiesto especialmente en la sublime escena del anuncio de la muerte del segundo acto. De todos modos y si uno asume su perceptible vibrato, la soprano alemana tiene garra, carácter y una zona alta con desahogo, punta y expansión.  

   La soprano canadiense Adrianne Pieczonka, a la que pude ver una notable Ariadne auf Naxos hace años en el Liceo de Barcelona, se ha caracterizado por la clase de su fraseo, algo que, por supuesto no ha perdido y así pudo apreciarse en su Sieglinde, hermana gemela y enamorada de Siegmund. Sin embargo, actualmente, su timbre aparece claramente desgastado, apagado, mermado de brillo, pujanza y presencia sonora, con un registro agudo taponado, sin metal ni penetración tímbrica. Quedan, cómo no, sus pasajes de aquilatado fraseo que evocan a la fina vocalista. Muy estimable la Fricka de Daniela Sindram, ejemplo de cantante con medios vocales discretos en cuanto a riqueza tímbrica, caudal y extensión, pero que ofreció una estupenda interpretación apoyada en un fraseo bien torneado y riqueza de acentos, además de sólidas dotes interpretativas. A René Pape le he visto mejores interpretaciones de Hunding en sus tiempos de esplendor vocal. Unos tiempos ya pasados, pero el bajo alemán conserva atractivo tímbrico, carisma e incisividad de acentos para componer una notable encarnación de este «esclavo de Fricka» que, después de acabar con Siegmund con ayuda de Wotan, es fulminado inmediatamente por la mirada del Dios, previamente al estallido orquestal con el espléndido tema de la cólera de Wotan, que pone fin al segundo acto.


   Stuart Skelton posee la vocalidad de tenor baritonal que pide el Siegmund, pues acredita centro bien armado y graves consistentes. Tuvo problemas en el canto de la primavera, que resultó entrecortado, merced a un fiato corto, que no le permitió rematar las frases. Asimismo, quebró –como tantos-  el La natural 3 conclusivo del primer acto. En el aspecto interpretativo, más bien falto de temperamento, su Siegmund fue más humano que heroico. Cumplidor el equipo de Valquirias (alguna desabrida, pero es normal) entre el que cabe destacar a las españolas Marifé Nogales y Sandra Ferrández.

   El gran musicólogo, crítico musical y experto en canto Rodolfo Celletti tildaba a la orquesta wagneriana de «excesiva y prevaricante», tal era la importancia -hasta entonces inusitada- que el sajón dotó al elemento orquestal, como un personaje más, al mismo nivel que los cantantes. Uno puede abordar el discurso orquestal Wagneriano desde diversos postulados, siguiendo la más estricta tradición, apartándose de ella, reivindicando una tercera vía… pero lo que nunca puede ser la orquesta wagneriana es una mera y anodina acompañante sin sonido ni tensión, tal y como pudo apreciarse en esta dirección supuestamente «ultralírica» de un Pablo Heras-Casado tan desnortado como sobrevalorado. No es descartable que el granadino pensara, que con los medios disponibles no podía arriesgar, pero la orquesta de Wagner debe de comentar, narrar, desarrollar e impulsar el drama. Ni rastro de ello en la representación que aquí se reseña, pues, sin carácter, voltaje teatral ni sonido, poco puede hacerse en un título como este. Una dirección musical caída, morosa (y el problema no es la lentitud, lo es la falta de tensión), sin calor, sin acentos, sin progresión dramática, al frente de una orquesta que, más allá de una cuerda escuálida y unos metales falloncitos (embarazoso el batiburrillo ruidoso en el momento que Siegmund arranca la espada del fresno), que se escuchó desempastada, de sonido pobretón, sin color, sin brillo, sin mordiente ni vigor alguno. Nadie quiere ruido, ni pesantez, ni que se obvie el adecuado balance con el escenario, faltaría más, pero una orquesta mortecina, en sordina, y como insulsa y gris acompañante es un pasaporte para el tedio en este repertorio.

   A la ola desmitificadora parece apuntarse con especial devoción el artículo del programa editado por el Real, firmado por un tal Chris Walton y traducido por Rosario Romo. El mismo se centra, sobretodo, en la vida personal de Wagner y sus actividades amorosas, especialmente su asedio a Mathilde Wesendock, además de presentar al compositor como un caradura que se aprovechaba de millonarios incautos casados con esposas hermosas, a los que sacaba los cuartos, mientras les adornaba la cabeza. Asimismo, el artículo califica a Wagner de depredador, «flatulento»,  «pedorro» y «maloliente».  No voy a ser yo, precisamente, el que vaya a negar el indudable lado oscuro del genio y me he colocado siempre en contra del wagnerismo sectario y excluyente, así como de su excesiva mistificación, pero esto me ha parecido demasiado.

Foto: Javier del Real / Teatro Real

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp

Compartir

<< volver

Búsqueda en los contenidos de la web

Buscador

Newsletter

Darse alta y baja en el boletín electrónico