Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 27-XII-2020. Gran Teatro del Liceo. Giuseppe Verdi: La traviata. Lisette Oropesa (Violetta Valéry), Arturo Chacón-Cruz (Alfredo Germont), George Gagnidze (Giorgio Germont), Laura Vila (Flora Bervoix), Gemma Coma-Alabert (Annina), Antonio Lozano (Gastone), Felipe Bou (Doctor Grenvil), Gerardo Bullón (Barón Douphol), Tomeu Bibiloni (Marqués de Obigny), José Luis Casanova (Giuseppe), Plamen Papazikov (Criado de Flora), Ivo Mischev (Un mensajero). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Speranza Scappucci. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: David McVicar.
Esta realidad pandémica nos ha acostumbrado a agradecer el mero hecho de que una función operística –como cualquier espectáculo artístico– pueda realizarse, y si puede realizarse con público, ese mero hecho adquiere viso de milagro. Afortunadamente, la programación liceísta de La traviata, a pesar de verse amenazada por unas drásticas restricciones de aforo que acarrearon, de hecho, la cancelación de algunas funciones, ha podido, sin embargo, mantenerse a flote, merced, precisamente, a la rectificación in extremis de aquellas severas restricciones. Y así, el pasado domingo 27 de diciembre, aquellos que llenábamos el patio de butacas nos acogimos a aquellas palabras iniciales de Violetta Valéry: «La notte che resta d’altre gioie qui fatte brillar».
Para la ocasión de esta Traviata, el Liceu ha repuesto la producción de David McVicar, que ya pudo verse hace algunos años. Sobradamente conocida a estas alturas, la de McVicar es una producción acertada, en términos generales, y que es fiel a los rasgos habituales del director: clasicismo y suntuosidad. Como apunta un buen amigo, McVicar, en el orbe operístico, se ha convertido en un trasunto actual de Zeffirelli, si bien las producciones del británico presentan, pese a todo, una sobriedad de la carecían por completo los montajes del italiano. Así, los lujosos salones y estancias palaciegos de La traviata de McVicar, recreados a partir de un solo espacio, están atravesados, incluso en el diurno primer cuadro del segundo acto, por un cromatismo oscuro que afirma en todo momento halo funesto de la historia.
En el enorme opus verdiano, no son tantas las obras verdaderamente maestras, redondas, intachables, pero es arduo y acaso vano negarle esa condición a La traviata. Quizás en ello tenga algo que ver el hecho de que para la ocasión Verdi adaptara, contraviniendo lo que había sido costumbre no solo suya, sino del propio género operístico, una historia de su tiempo, como lo es la de Violetta Valéry, heterónimo de la Marguerite Gautier de La dama de las camelias, heterónimo, a su vez, de la verídica cortesana decimonónica Marie Duplessis, que inspiró la novela de Dumas hijo. Así, no deja nunca de sorprender la sincera economía de medios con que el maestro italiano arma esta ópera, con un libreto que reduce hasta la misma esencia el argumento inspirador y con una música que rehúye toda impostura para cifrar única y exclusivamente la trágica historia de la joven cortesana. Esa economía de medios puede corroborarse pronto, en el célebre preludio, en el que Verdi lo deja ya todo dicho, pues lo que sigue no es más que un ritornello de las cartas ya mostradas, lo cual imprime musicalmente el determinismo funesto inherente al argumento. El motivo que en el segundo acto se devela como el del culminante «Amami, Alfredo» aparece anticipado en el preludio como motivo principal, desarrollado aquí como un bailable decadente, como una melodía que se desvanece en la memoria de Violetta, en la bruma de recuerdos de una vida entregada a la mundanidad. Las lúgubres cuerdas del tema inicial de ese preludio confirman la condición de recuerdo, pues son las mismas que inician el tercer y último acto. ¿Agregaré que esto convierte retrospectivamente los dos actos anteriores en una suerte de flashback?
En este encaje de manos con la modernidad, Verdi lega, con el de Violetta Valéry, uno de los personajes más complejos y fascinantes de todo el repertorio operístico, cuya encarnación ha sido el anhelo de innumerables sopranos, pero también sepulcro vocal de muchas de estas. La de Lisette Oropesa es una Violetta de valía incontestable. La soprano de Nueva Orleans exhibió nuevamente en esta ocasión una voz de timbre luminoso, de proyección firme y con homogeneidad en todos los registros. Su línea fue siempre elegante, atenta a los detalles y con un fraseo claro y lleno de relieve. La Violetta de Oropesa no admite reproche en el apartado técnico, y ello lo atestiguó su gran escena al final del primer acto («Ah, fors’è lui… Sempre Libera»). Sin embargo, el de Violetta es un rol cuya complejidad no termina en la dificultad técnica, y es a tenor de ello que la actuación de Oropesa admite discusión, pues a pesar de la seguridad vocal y del entusiasmo con que la soprano defiende el personaje, lo cierto es que a su voz lírico-ligera le falta cierta consistencia en el registro grave. Su Violetta carece, así, de la profundidad de las grandes referencias en el rol, y no por demérito de Oropesa, cuya actuación es intachable, sino porque su voz no posee –al menos, hoy– la morbidez, la anchura y, acaso, la oscuridad necesarias para el rol. Ello no es óbice, sin embargo, para considerar la Violetta de la soprano estadounidense entre las más meritorias del panorama actual. Y es que, al margen de lo vocal, Oropesa mostró una presencia escénica que se ajusta plenamente a un rol que afrontó con absoluta implicación dramática.
Una indisposición por laringitis privó al previsto Pavol Breslik de encarnar a Alfredo Germont. Su lugar lo ocupó el tenor mexicano Arturo Chacón-Cruz con resultados enormemente desiguales. La de Chacón-Cruz no es una voz de timbre especialmente grato y su emisión fue más bien oscilante. Inopinadamente, la voz del tenor sonó destimbrada, cuasi sorda, en las dos escenas multitudinarias (la de la fiesta en casa de Violetta, en el primer acto, y la de la fiesta en casa de Flora, en el segundo). En el dúo del primer acto con Violetta («Un dì, felice, etérea»), la afinación del tenor mexicano vaciló en algunos momentos. Sin embargo, en el segundo acto, la emisión de Chacón-Cruz encontró una mayor estabilidad. El tenor resolvió su gran escena solista («Lunge da lei… De miei bollenti spiriti… Oh mio rimorso») con mayor solvencia que la mostrada hasta ese momento, culminando la cabaletta con un do firme, aunque esto no fue suficiente para disimular un timbre de poco esmalte, áspero por momentos, y una línea de canto no especialmente distinguida. Con todo, la actuación del tenor mexicano ganó algunos enteros merced a su implicación dramático-escénica, algo siempre de agradecer, habida cuenta de la interminable nónima de Alfredos gélidos.
Completó el trío de roles principales el barítono George Gagnidze. El de Giorgio Germont es un papel traicionero, sin duda, más cómodo y con menor entidad que otros roles verdianos para la cuerda baritonal, pero que requiere un empaque vocal y una distinción tímbrica que lo hagan creíble como figura de autoridad paterna de la alta burguesía decimonónica. El barítono georgiano cumplió a medias con ese requisito. Su presencia vocal fue notable, sólido en la emisión, pero el timbre de la voz de Gagnidze careció de la nobleza requerida. La del georgiano es una voz de emisión un tanto crispada o constreñida, con un cierto grado de nasalidad, lo que fue algunas veces más ostensible que otras. En la gran escena del dúo con Violetta, en el segundo acto, Gagnidze se mostró autoritario, pero más bien distante, toda vez que abordó con solidez y poco más su aria («Di Provenza…») y la posterior cabaletta («No, non undrai rimproveri»), odiosa como el propio personaje y única mácula de la partitura verdiana.
Los demás personajes, de relevancia secundaria, fueron encarnados con solvencia. Gemma Coma-Alabert no desaprovechó las breves intervenciones de la piadosa Annina; Laura Vila fue una Flora con más presencia escénica que vocal; Gerardo Bullón y Tomeu Bibiloni, como Barón Douphol y Marqués d’Obigny respectivamente, exhibieron unos medios vocales de cierto interés; Felipe Bou, por su parte, cumplió como Doctor Grenvil.
Completado el apunte sobre el equipo vocal, es el momento de detenerse en lo que fue el talón de Aquiles de la función, a saber, la dirección musical de Speranza Scappucci, desacertada de inicio a fin. Si la misión primera, primordial, de un director es la de concertar, la maestra italiana se mostró en todo momento incapaz, merced a una absoluta falta de sistematicidad y de coherencia. La dirección de Scappucci fue una deriva incesante, con tempi incongruentes que ahogaron toda idea de continuidad en el fraseo y que orillaron lo absurdo, como en ocasión del tema que acompaña la llegada de Violetta a la fiesta de Flora, en el segundo acto, abordado con tal velocidad que apenas dejaba espacio a Oropesa para interpolar las palabras que su personaje se dice a sí misma al advertir la presencia de Alfredo en la velada («Ah, perchè venni, incauta! Pietà, gran Dio! Pietà, gran Dio, di me!»). Al margen de estas irregularidades metronómicas, Scappucci también ensartó en su lectura inopinados y estridentes cambios dinámicos que, en más de una ocasión, anularon al coro y a los solistas.
En breve paráfrasis, la directora italiana, lejos de establecer una comunicación con los medios orquestales y vocales, dio la impresión de pretender imponer su personal idiolecto, logrando como resultado una interpretación notablemente desdibujada de la ópera de Verdi.
Foto: A. Bofill
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