Una entrevista de Agustín Achúcarro
Foto: Igor Cortadellas
El director Josep Pons habla para Codalario en las fechas en las que ensaya el concierto con el que finaliza la Temporada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. En su discurso recorre las distintas etapas de su vida musical y sus propias respuestas se convierten en preguntas para poder seguir la narración de un director que considera que “hasta ahora ha sido sembrador” y que está decidido “a ser recolector” en su próximo proyecto. Necesitaría repasar su agenda para recordar todos los compromisos que tiene, pero los primeros que le vienen a la memoria son su actuación con la Orquesta de Paris y con la ADR alemana, con la que inaugurará el Festival de Varsovia, contando con Javier Perianes con un programa en torno a Beethoven, y hará una gira por Polonia, en lo que él define como “un no parar”.
Háblenos de su trayectoria en relación al tiempo que le ha tocado vivir.
Mi formación comienza en la Escolanía de Montserrat, donde entro en el 1967 y salgo en 1971. Me preguntaron si quería ir allí y dije que sí como podría haber dicho que no, así que en cierta forma la casualidad hizo que tomara una decisión que condicionó mi vida. Hay que situarse en aquella época en la que España era un erial y Montserrat era un capítulo aparte, como centro preservador de cultura, que tenía mucha conexión con el extranjero, por lo que pasaban figuras musicales como Messiaen, un jovencísimo Penderecki, que acababa de componer la Pasión según San Lucas, Mehta, Bernstein o Solti, que tenía una idea loca de hacer allí el Parsifal. Acababa de pasar el Concilio Vaticano II y el director de la Escolanía se quejaba que de alguna manera se destruía musicalmente una catedral para construir una ermita, por lo que promovió encuentros musicales para la liturgia y se encargaron obras nuevas. Así que yo con doce años estrenaba una misa de Krenek.
¿De qué manera le influyó el cambio de voz?
Fui solista en Montserrat y viví ese interregno en que no eres ni voz blanca, ni voz “negra” (risas), y no pillas el tono. Se produce un shock, pues durante años realizabas una práctica diaria en la que no estudiabas para ser músico, sino para cantar en la próxima actuación. Pero no tardé en pisar salas de concierto y desde entonces no lo he dejado de hacer.
¿Salir de Montserrat fue un choque?
España era un erial, Barcelona era gris, y yo terminé mis estudios, y para ganarme la vida hacía arreglos para el movimiento de la Nova Cançó, con Raimon o Marina Rossell. Por lo cual pisé los estudios de grabación, lo que me obligó a ser pulido, hacer los arreglos, interpretar al piano y grabar con otros músicos. Era una forma de grabar muy bestia, por partes: una base, después la cuerda, luego los vientos. Así me gané la vida hasta el servicio militar.
¿Y tras ese lapso?
Creamos la Orquesta de cámara del Teatre Lliure. Fue una aventura de tres amigos que habíamos trabajado en una producción del Teatre de La flauta mágica con Lluis Pascual. Le pidieron a Ros Marbà que dirigiera y él me recomendó para hacer este trabajo. Fue un éxito, me dejé la piel y me ofrecieron quedarme, y así nació la Orquestra de Cambra Teatre lliure. Éramos muy jóvenes, nos reíamos de todo, nos importaba todo un bledo, pero la música era nuestra única verdad, pues no sólo la respetábamos sino que la reverenciamos. Si no sonábamos mejor no es porque no quisiéramos, sino porque no podíamos dar más.
¿Entonces llegó el proyecto Italia-Gerhard?
Los Festivales de Vicenza y Como nos pidieron un monográfico Roberto Gerhard, y nosotros encantados de la vida. El asesor artístico era un joven que rondaba los treinta que se llamaba Paolo Pinamonti, que ahora está en el San Carlo de Nápoles.
¿La obra de Manuel de Falla produce un giro en su vida?
Desayunando con Pinamonti el día que nos íbamos me comentó que si sabía que el archivero Antonio Gallego acababa de encontrar la primera versión, de 1915, de El amor brujo, y me preguntó si estaba interesado en hacerlo. Así que dimos el reestreno en 1989 en Barcelona con cantaora, pues creímos que si Falla lo había hecho, por qué no nosotros. Ahora me hace muy feliz ver que nadie se atreve a programar esta obra sin cantaora. A Falla no le funcionó porque no le funcionó La Argentinita.
Un silencio tras el que Pons puntualiza.
Aunque no fue exactamente así. Desvelaré un secreto, en realidad el reestreno lo hizo Pinamonti en un Simposio Manuel de Falla en Venecia para la Universidad, con el asistente de Peter Maag, que era ni más ni menos que Christian Thielemann.
¿Se grabó?
Sí. Una persona se ofreció a pagarla a condición de que no se supiera. Y por el técnico de sonido se enteró René Jacobs y dijo que cuando saliera el primer disco lo quería tener él. Se enteró de que no teníamos medios y nos ayudó para que lo hiciera Harmonia mundi y el disco obtuvo infinidad de premios. Era el año 1991 y la discográfica nos pidió dos discos al año y el segundo lo hicimos con Victoria de los Ángeles, que grabó por primera vez con orquesta Las siete canciones populares de Falla. Fue una época mágica, de un aprendizaje enorme.
Y llegó una votación de músicos.
Que me llevó a parar a la Orquesta Ciudad de Granada. Otra época de ensueño, diez años (de 1994 a 2004) con gente joven dispuesta a dejarse la piel. Fue un momento de malas experiencias con la política, terrible en ese sentido, con varios encontronazos con el Ayuntamiento, que nunca fue consciente de lo que tenía. Yo iba muy embalado y en Granada me planteé estar en la brecha, encontrar un espacio en el que eras singular. O haces lo que hace todo el mundo, pero mejor; o haces algo diferente; o haces lo que no hace nadie. Y si la gente no iba al Auditorio, pues había que ir a buscarlos con un ciclo Goethe o Cocteau. Recuerdo los Conciertos dulces con las monjas del Convento de San Jerónimo, en las que ellas regalaban los dulces.
Pero nosotros pagábamos con buena moneda, porque éramos conscientes de que no solo patrocinaba el Ayuntamiento sino también la Junta de Andalucía y había que ir a Santa Fe o a Chauchina ofreciendo calidad.
Usted dice que tenían que ser un Ferrari y un camión a la vez.
Tocamos en la sede de la Filarmónica de Berlín, y sabíamos que teníamos que dar la misa calidad en Chauchina, y lo difícil era eso, ser un Ferrari y un camión. Había que hacer pedagogía sin que se notara, sin ofender. Pues quien buscaba sólo buena música en nosotros debía encontrarlo, pero si alguien quería algo más también debía conseguirlo. En lo nacional teníamos que ser una orquesta clásica con instrumentos modernos pero con un sentido de instrumentos originales.
¿La ONE supuso para usted todo un cambio?
He tenido experiencias maravillosas y en mi vida necesito que me sacudan y me sacudieron.
Aquello era un proyecto sin proyecto, por lo que era necesaria una remodelación estructural, no solo de proyecto artístico, de hecho ahora es una continuación de lo que se estaba haciendo, incluso el director que planteé es ahora el que está, David Afkham, y siguen las temporadas temáticas.
Cuando llegué a la Orquesta Nacional de España había una huelga abierta, se había firmado un Real decreto que de facto paraba la orquesta, en quince años no había habido una convocatoria de plazas… Había que cambiar la luz de 125 a 220, cambiar las cañerías, y eso es algo que desde fuera no se ve. Se consiguieron cosas haciendo muchos pasillos, llegando incluso a Moncloa. Se cerró la huelga, conseguimos unas cuarenta plazas nuevas para la orquesta, se movieron muchos solistas, algo que crea tensiones y provoca mucha resistencia.
¿Llevó a cabo su manera de trabajar?
Yo cuando cojo un proyecto tras un periodo de reflexión lo diseño. He puesto muchas veces el símil de la estantería: me planteo qué dimensión debe tener y qué debe contener. Allí está todo, aunque quizá haya cosas que no se desarrollen, pero está previsto.
Para mí la ONE tiene un aspecto de embajador que nos obliga, pues actuamos en nombre de un estado, y la música española no se puede tocar con perfume francés. Debussy y Ravel y su música sobre España es fascinante, pero es con peluca, es otro porte, otras sonoridades, aunque se entienda la esencia, pero Manuel de Falla es Manuel de Falla, y había que buscar algo que no tuviera nada que ver con las postales de faralaes, al menos ese es mi punto de vista.
Además le preocupaba programar música actual.
Yo creo que la obra actual en un concierto no tenía que ser una anécdota de 7 minutos, sino que hay que programar cosas como Erwartung de Schoenberg. No dejar de hacer las grandes sinfonías de Tchaikovski, pero haciendo también las otras. Había que plantear cosas como el Ciclo Fausto y estrenamos en España el Réquiem de Ligeti cuarenta años después de ser escrito. Teníamos que ser también la puerta de entrada de los grandes solistas y directores y una orquesta moderna, que por ejemplo en las sinfonías de Beethoven no doblara las maderas y que dirigieran Koopman, Antonini, Herreweghe... Pues esto te trasforma y acabas haciendo Mahler de forma diferente. Trabajar la parte didáctica, de la que fue pionera la Filarmónica de Gran canaria, y la parte social con gente en riesgo de exclusión social. He dejado diez discos de la ONE con Deutsche-Grammophon, que cuando llegué no tenía cedidos los derechos audiovisuales y hubo que cambiarlo.
Y de Madrid pasó al Liceo de Barcelona.
Sí, me metí en casa sabiendo que de las ofertas que tenía era la más complicada. La orquesta de foso siempre está al servicio de la voz, que les da flexibilidad, pero todas las grandes orquestas de ópera tienen sus conciertos, que les proporciona concreción, y además era necesario una temporada de cámara. Hice un diseño y me dijeron que de momento no se podía poner prácticamente nada en marcha. De un día para otro hubo un recorte del 30% del presupuesto y se tienen que pedir créditos para pagar nóminas. Se busca un director general especialista en remodelación de empresas, un hombre muy inteligente, Roger Guasch, que ha sabido ver que hay que equilibrar el barco, pero sin dejar de trabajar la parte artística, y lo ha conseguido con un plan de viabilidad que va del 2014 al 18. Y ahora es cuando se puede ver un cambio y una remontada. Cuando llegué, al ver todo esto me dije: yo me voy, es mi ciudad, lo que venía hacer no lo puedo hacer. Y entonces me dijeron: mira, de todo el proyecto se puede hacer esto. El primer punto era equilibrio económico, pero el segundo era la realización del proyecto musical.
¿Cómo es el Liceo por dentro?
Este es un teatro que puede hablar de tú a tú con los cinco mejores teatros del mundo de grandes voces y de grandes producciones. Mi proyecto es mejorar lo orquestal, y me permiten contar con 28 plazas nuevas y después habrá más. Es un milagro, más lento de lo que yo esperaba, pero hemos sacado en cuatro años esas plazas.
¿Cuál es su valoración de la temporada próxima?
Creo que será muy equilibrada, hay dos clásicos como Las bodas de Fígaro (con dirección de escena de Lluís Pasqual) y Don Juan con producciones magníficas, y está Electra con montaje de Patrice Chéreau de la que el Liceu es coproductor, que es una maravilla, -las tres estarán dirigidas por el propio Pons-.
Además de lo que viene hemos terminado la Tetralogía wagneriana y se dio una puesta en escena de Benvenuto Cellini con dirección escénica de Terry Gilliam, que ha sido el éxito de la temporada. Gilliam es un personaje extraordinario, de imaginación desbordante.
También quiero recordar de la temporada anterior La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh, con el montaje de Tcherniakov. Yo es la primera vez que he visto que al levantarse el telón la gente aplaudía la escenografía.
¿Qué significado tiene para usted la experiencia?
Cada edad tiene su momento y no quiere decir que la primera vez que dirijas una obra no pueda ser radiante. El ser humano tiene un aprendizaje. ¿A Beethoven hay que empezar a dirigirlo de joven o de mayor?. Para llegar a las alturas habrá que hacerlo pronto y cada vez irás viéndolo con más profundidad. El mantra de repetir las obras te hace aprender, y además está el talento, que sin el trabajo no es nada. Luego son muchos los elementos que entran en juego. Cada vez que vuelves a tocar una obra aprendes, pero también surgen más dudas. Imaginemos que uno dirige una obra igual a los veinte que a los cuarenta. Sería la negación del arte.
¿Hacia dónde piensa que debe caminar el mundo de la música?
No sé lo que pasará, pero creo que siempre ha habido un relevo generacional, y siempre estamos hablando de nuevos públicos y sobre lo que hay que hacer. Posiblemente hay que crear nuevas fórmulas y adaptarse a los nuevos mecanismos y en esto sí que somos lentos. Seguimos con las temporadas de conciertos, de abonos, y esto ha funcionado, pero posiblemente variará, y el concepto del abono variará y, a modo de ejemplo, habrá que pensar en proyectos con lo que se cambiaría la idea de temporada. Por ejemplo, si mi proyecto es la integral de las sinfonías de Mahler durará tres años, si es de las Cantatas de Bach diez, y otros meses, y así por proyectos dispones de líneas muy diversas. Irónicamente yo decía que cada semana dábamos el mismo concierto cambiando el orden de las notas: una obertura, un concierto con solista y una sinfonía. El concierto no debe ser solo una experiencia acústica, sino estética, y una orquesta debe estar muy entroncada social y pedagógicamente con el lugar en el que está.
¿Ve el futuro con optimismo?
No soy negativo. Y la educación, que supone dar una información, es la mejor forma de invertir en cultura y favorecer a la sociedad. Veo muchos jóvenes en los conciertos y los públicos acceden a partir de cierta edad. Nuestros hijos viven con normalidad saltar de un grupo punki a una sinfonía de Beethoven o de un Don Giovanni al heavy metal, o de Miles Davis a Bach, y disfrutarán de todo con toda normalidad.
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