El éxito en una representación de la primera jornada del Anillo se debe, generalmente, a una buena labor de conjunto. No son aquí necesarios solistas con tanto fuste como en La Valquiria o Sigfrido. El Liceo, en este sentido, ha sabido reunir a un plantel más que solvente de voces, junto a una esmerada dirección musical y una espléndida propuesta escénica. El resultado es un Oro de primera, con algunos aspectos por limar, pero con una sensación general muy estimable. La clave central sobre la que gira este Anillo reside en la espléndida disposición escénica de Robert Carsen, con colaboración de Patrick Kinmonth, ya estrenada en Colonia hace más de una década. Conciben ambos, por fin, el Anillo como un gran drama lírico sobre el destino trágico de la burguesía. A partir de esta convicción, plantean una dirección escénica ciertamente corrosiva, donde tiene cabida un plano de sátira, cargado de cinismo. Nadie se imaginaría un lenguaje de comedia en mitad del Oro y sin embargo Carsen consigue incluirlo sin que desentone con el discurso general de su propuesta y sin que se resienta un ápice la narratividad del libreto. Seguramente el despliegue de su propuesta en las siguientes entregas, previstas año a año en el Liceo, nos permitirán valorar mejor la enjundia y consistencia de su óptica, pero a priori ofrece elementos de más que notable interés. La escenografía y el vestuario corrían a cargo de D. Petrovich y la iluminación era responsabilidad de M. Voss. Todos estos elementos se antojaron perfectamente integrados y al servicio de la idea general planteada por Carsen.
La dirección musical corría, esta vez sí, a cargo de Josep Pons, la batuta titular del Liceo. Como explicara Joan Matabosch en su entrevista para Codalario, la práctica ausencia de Pons en el foso durante esta temporada se había debido a los ajustes obligados en la programación, centrándose su cometido en los proyectos de mayor envergadura, como esta primera entrega del Anillo. Hay que decir que es evidente el esfuerzo en elevar el desempeño orquestal, por muchos que sean todavía los aspectos por limar. Pons quizá no sea una batuta genial en este repertorio, antojándose algo falto de personalidad, demasiado académico, pero seguramente con esos mimbres no pueda irse, de momento, mucho más allá. Pons consiguió un sonido bien empastado, de volumen suficiente, sin estruendos, con una cuerda eficaz y con unos metales irregulares, sí, pero generalmente solventes, salvo los constantes titubeos de las trompas, tan requeridas además en esta partitura. Una buena labor, pues, la de Pons en el plano musical, siempre atenta a las voces aunque sin genialidades en el fraseo, pero con un apreciable esfuerzo encaminado a mejorar una orquesta, la del Liceo, que no ha venido estando a la altura del teatro al que representa.
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