Por Aurelio M. Seco
Oviedo. 14-X-2014. Cuatro últimas canciones, Strauss. El castillo de Barbazul, Bartók. Ricarda Merbeth, Albert Dohmen, Ana Ibarra. Dirección musical: Rossen Milanov. Dirección de escena: Tim Carroll. Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias.
En su interés por introducir de vez en cuando algún título un tanto alejado del repertorio más tradicional, cosa que no está mal, la Ópera de Oviedo tuvo la idea de dar dos por uno en el segundo de la temporada, y así unir las Cuatro últimas canciones de Strauss y la pequeña ópera de Béla Bartók titulada El castillo de Barbazul. Seguramente la escasa duración de la segunda fue lo que motivó la inclusión de las de Richard Strauss, pero desde el punto de vista estético no encontramos relación, ni en la música ni en la letra, de una naturaleza muy diferente en ambos casos. Se puede decir que la velada tuvo dos partes, cada una con su importancia y méritos: una primera menos sugerente, en la que se oyeron las canciones de Strauss; y otra más interesante, protagonizada por la ópera de Bartók.
Fue un error colocar a la soprano Ricarda Merbeth al fondo del escenario para cantar las Cuatro últimas canciones, y un ejemplo de decisión de dirección de escena que perjudicó la parte musical. Se quiso dar continuidad a las dos óperas usando la misma escenografía e incluso línea argumental, pero de manera forzada e inconsistente. No nos parecía necesario, desde luego. Cuando suceden estas cosas, es el director musical quien debería guiar al de escena que, obviamente, no tiene por qué tener tan buen oído. En cualquier caso, las cualidades de la soprano, más voluntariosa que refinada, no hubieran sido suficientes para hacer volar, con naturalidad y desahogo, la maleable y cálida línea vocal de estas obras magistrales, pero sin duda hubiera ayudado a mejorar la sensación estar más cerca de las butacas y, por descontado, que Milanov hubiera acompañado más pendiente de sus respiraciones, notablemente aquejadas de esfuerzos y tiranteces de fiato y tesitura. Rossen Milanov ofreció una versión contenida, que no exploró del todo la cantidad de matices dinámicos y orquestales que contiene esta partitura de importancia histórica, como si el estilo de Bartók, predominante en la sesión y de líneas más generales y densas, hubiera contagiado un tanto a esta primera parte. El estilo de Strauss nos pareció, de esta forma, discretamente plúmbeo. La lejanía de la voz respecto a la orquesta también alejó cualquier sensación de empaste y acercó con claridad la percepción de dos planos diferentes que a duras penas se fundieron: el orquestal y el vocal. También se podría haber mejorado la musicalidad de alguna parte solista en las cuerdas.
Nos pareció meritorio el trabajo de preparación que se ha llevado a cabo con la OSPA de cara a la interpretación de El castillo de Barbazul, obra maestra, de estética diferente y cualidades musicales que, con seguridad, han supuesto un esfuerzo para la sinfónica asturiana, que ha salvado con creces la interpretación de la obra. Hemos oído una buena versión, sin duda, de la ópera de Bartók, que Roseen Milanov dirigió con cierto equilibrio. El director búlgaro no renunció a los momentos de sonoridad más envolvente y sobrecogedora, pero también podría haberse arriesgado más para terminar de desgarrar las sensaciones del espectador, crecientes desde la apertura de la quinta puerta.
Milanov condujo a la orquesta de la que es titular dentro del estilo y las formas que se esperan de una obra de color especial, de pinceladas de sonido homogéneas, sugerentísimas y enfáticas. Albert Dohmen demostró ser un gran cantante, experimentado y de enormes cualidades artísticas. Realizó un notable trabajo como Barbazul, con una bonita y timbrada voz siempre presente que moduló a su antojo con una intencionalidad clara y atractiva. Fue magnífico el desempeño de Ana Ibarra como Judith. La soprano española ofreció una línea de canto dúctil y depurada, que aportó al personaje tantas dosis de sensibilidad en los momentos de mayor recogimiento lírico, como acusado dramatismo en las situaciones más sobrecogedoras de la partitura.
Lo peor de esta segunda parte fue la puesta en escena de Tim Carrol, descentrada respecto a la dramaturgia. Pasa demasiadas veces en la Ópera de Oviedo; y parece que todavía nos llevaremos las manos a la cabeza con más fuerza esta temporada. Carrol convirtió a Barbazul en un artista atormentado, necesitado de la inspiración de Judith, musa inconclusa que salió de escena al final de la ópera, sin ser consciente de su doloros destino, dejando atrás a un artista del siglo XX con poco que decir sin ella, que sólo hablaba de Barbazul a través de sus escritos. Y no importó que el sonido de la máquina de escribir borrase los matices del inicio de la ópera. El espacio del enorme castillo, que tantas posibilidades estéticas podría haber dejado, no existió más que a través de una habitación de escritor demasiado escueta. Todo el simbolismo de la obra y sus citas y materiales parecieron oscurecerse como la negrura circundante a la cámara. Qué le vamos a hacer.
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