Por Aurelio M. Seco
Madrid. 14/V/16. Auditorio Nacional. Temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Elena e Malvina, Ramón Carnicer. Edición crítica de María Encina Cortizo y Ramón Sobrino. Raquel Lojendio, Clara Mouriz, Gustavo Peña, Juan Antonio Sanabria, Josep-Miquel Ramón, Javier Franco. Dirección musical: Guillermo García Calvo. Orquesta y Coro Nacionales de España.
España no siempre ha sabido estar a la altura de su patrimonio. Y le sigue costando. Nos gusta considerar francés a Lully pero nos molesta llamar Francisco a Corselli o español a Brunetti. A nuestro país siempre le ha resultado difícil profundizar en su esencia; definirla claramente. Más allá del mito, queremos decir. Quizás por eso, a veces tenemos la sensación de que el problema de nuestro patrimonio musical es el propio problema de España, que aun sigue vigente por desgracia también para nuestra música. Una de la entidades que lo han tenido claro desde el principio es el Instituto Complutense de Ciencias Musicales (ICCMU), entidad fundada y dirigida durante años por Emilio Casares Rodicio, padre de la moderna musicología española por derecho, ahora jubilado del puesto pero no de su pasión por lo español en música, que sigue defendiendo desde la razón que da el verdadero conocimiento de causa. Le ha sustituido al frente del ICCMU Álvaro Torrente, quien también está mostrando un fuerte empeño por reivindicar su importancia.
Fue gracias al marco de colaboración abierto entre el ICCMU y la Orquesta y Coro Nacionales de España que hemos podido asistir al estreno en tiempos modernos de la ópera Elena e Malvina, obra de estilo marcadamente rossiniano pero puesto en música por el español de Tárrega Ramón Carnicer -tras haber escrito Adele di Lusignano y Elena e Costantino e Il Dissoluto punito-, y editada con el más alto criterio por dos de los musicólogos más prestigiosos que tiene nuestro país, María Encina Cortizo y Ramón Sobrino. Un título que, como tantos otros, había que recuperar en las mejores condiciones, por ser español y de mérito, y que, con empeño y evidente calidad se ofreció el sábado en versión de concierto en el Auditorio Nacional, bajo la dirección de Guillermo García Calvo y un interesante grupo de cantantes. La ocasión nos pareció, por la obra y circunstancia, de lo más trascendente que tenía que ofrecer la OCNE este año, pero no tuvimos la sensación de que la entidad lo entendiese de la misma forma, pues los medios dispuestos podrían haber sido, a nuestro juicio, más oportunos. Empezando por el día elegido, coincidente con el final de la liga de fútbol y el festival de Eurovisión, nada menos. No fue la mejor fecha para programar esta importantístima recuperación, lo que se notó en la falta de público. Tampoco ayudó que acto seguido de la obra de Carnicer se programase otro concierto, de muy claro sabor español además, pero cuyas necesidades organizativas obligaron al público asistente al primero a marcharse un tanto precipitadamente. También nos extrañó observar la escasa presencia de atriles principales en la Orquesta Nacional de España, algo inapropiado a nuestro parecer, pues qué mejor momento y circunstancia para que los principales músicos de la orquesta española más señalada sacasen a relucir sus virtudes. Se notó cierta falta de convicción organizativa por estos detalles.
La música de Carnicer resultó edificante de principio a fin, ayudada sin duda por la notable interpretación de orquesta, coro, director y solistas. Fue un lujo poner esta recuperación en manos de un maestro como Guillermo García Calvo. No era nada fácil poner en pie ex novo una obra tan compleja, de la que apenas existían elementos previos sobre los que sustentarse. Es en estas ocasiones, como en la interpretación de ciertas partituras contemporáneas de complejo lenguaje, en donde las virtudes de los mejores directores salen a relucir. La OCNE participó a un notable nivel, desprendiendo la orquesta siempre un buen sonido, profuso, eso sí, para el estilo que contemplamos. García Calvo dominó totalmente la obra y la orquesta desde la brillantez organizativa y lógica dramática, con la poderosa energía que siempre emana pura y contagiosa de las manos de este gran artista de gesto natural e inequívoco. Nos pareció admirable, por ejemplo, su manera de dirigir el final del primer acto, muy atractivo estéticamente también. Hay que destacar en la orquesta la presencia del violonchelista principal, músico que no tenía una tarea fácil al hacerse cargo de una parte larguísima y esencial de la partitura, original además respecto al género por su extensión.
Echamos en falta en la ópera alrededor de 50 minutos que hubiéramos agradecido. Ya puestos a recuperarla, qué mejor que hacerla entera. Creemos que para esto se podrían haber puesto mejores medios organizativos. Horas antes de entrar en el auditorio visitamos la Feria del libro Antiguo presente en el Paseo de Recoletos y, curiosamente, pudimos encontrar antiguos programas del Teatro Real que incluían la presencia de ópera española. Ojalá el libro que Emilio Casares ha escrito sobre el género y que en breve se publicará sirva para convencer a los directores artísticos de los teatros de nuestro país sobre la necesidad de programarla.
Entre los solistas destacaron las mujeres sobre los hombres. Raquel Lojendio nos pareció excepcional, como en todas las ocasiones en las que hemos podido observar la espectacular belleza de su voz, difícil de igualar en la actualidad. Afrontó la soprano española un papel difícil y arriesgado en el que se movió con brillantez canora y dramática. También lució una bonita voz de mezzo Clara Mouriz quien, junto a Lojendio, dejó algunos de los momentos más llamativos y bellos de la noche, cantando a dúo las dos con especial respeto por los planos y coherencia dramática. Da gusto observar sobre el escenario a dos artistas que se respetan esteticamente y cantan pensando sólo en la mejor manera de sacar partido a la partitura. Los tenores Gustavo Peña y Juan Antonio Sanabria no estuvieron tan acertados desde el punto de vista interpretativo, pero sobresalieron, el uno por su notable volumen vocal y, el otro, por su atinado registro agudo, que incluyó un imponente do sostenido sobreagudo. En cualquier caso, hay que decir que el nivel interpretativo masculino en general, en el que se incluye el trabajo de Josep M. Ramón y Javier Franco, se acercó más a la corrección que a la brillantez.
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