«El éxito fue total, y… el Auditorio con media entrada. Los que no vinieron se lo perdieron»
Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 13-XI-2018. Ciclo Grandes intérpretes de la revista Scherzo. Behzod Abduraimov, piano. Muerte de amor de Isolda de R. Wagner arreglada para piano por F. Liszt, S.447. Sonata en si menor, S.178 de F. Liszt. Romeo y Julieta: Diez piezas para piano, Op.75 de S. Prokofiev.
Cuando en noviembre del año pasado, la Fundación Scherzo dio a conocer el programa de la nueva temporada de grandes intérpretes, el recital de Murray Perahia llamaba rápidamente la atención. En los últimos años, el neoyorquino de origen sefardí no se prodiga mucho por las salas de conciertos, y aún menos en las europeas. Aunque quizás sus mejores años ya han pasado, en CODALARIO fuimos testigos de su último recital en el Carnegie Hall, donde la emoción estuvo a flor de piel, así que ésta era una ocasión única para reencontrarse con él. Sin embargo, en primavera canceló varios de sus recitales, y poco después del verano, ya supimos con seguridad que «nuestro gozo en un pozo». De nuevo sus sempiternos problemas médicos le hacían cancelar la gira y la Fundación Scherzo tuvo que buscar una alternativa. Con un pianista tan difícil de sustituir, apostaron por una de las nuevas estrellas emergentes del piano, que años atrás estuvo anunciado en el Ciclo de Jóvenes Intérpretes.
El pianista uzbeko, Behzod Abduraimov nació en Taskent en 1990 y tras estudiar en el Liceo Central de la capital uzbeka, en su juventud se trasladó a Kansas City, al Centro Internacional de Música de la Universidad de Park, desde dónde despegó su carrera, inicialmente por los Estados Unidos. Ganador de varios premios discográficos, el que suscribe estuvo presente en su recital de presentación en la Gran Sala Stern del Carnegie Hall neoyorquino, y fue testigo de cómo lo puso patas arriba, en un recital en qué hubo obras de Bach arregladas por Cortot y Busoni, los Momentos musicales n° 2 y 3 de Schubert, la Sonata Appassionata de Beethoven, la Sexta sonata de Prokofiev, y uno de los Tourmalets del repertorio, Islamey de MilyBalakirev.
El interés por tanto era grande, pero de nuevo, el público madrileño lo desdeñó. Si hace un mes, a raíz del debut de Benjamin Grosvenor comentábamos que una buena parte de la afición madrileña no asistió y dejaron el Auditorio Nacional en poco más de media entrada, otro tanto se puede decir ahora. Parece que el público madrileño no piensa en el futuro y solo asiste en masa a los recitales de pianistas consagrados. Veremos lo que ocurre en diciembre con Jan Lisiecki –es de destacar que para finalizar el ciclo de este año, la Fundación Scherzo ha sido capaz de reunir un trío de jóvenes pianistas con Grosvenor, Abduraimov y éste, muy distintos entre ellos, que suponen una bocanada de aire fresco dentro de un ciclo tan conservador en público, intérpretes y programas– pero me temo que va a ser mas de lo mismo.
Para su presentación, el uzbeko trajo un programa de campanillas, de gran complejidad, y muy apropiado para su comentario reflejado en el programa de mano: «Me siento más cómodo en auditorios grandes porque el piano es muy poderoso, y se debe mostrar». Las grandes virtudes de Abduraimov van en línea de las de la Escuela rusa, tan apreciada por el público americano. Sonido pleno, amplio, cálido y muy cuidado; grandes medios técnicos; independencia de manos de primer nivel; excelente digitación en escalas, arpegios y trinos; y un uso bastante preciso del pedal. Más aun, una gran capacidad para armar obras complejas, con un fraseo interesante, todo ello sin menoscabo de una musicalidad muy apreciable. En su debe una excesiva fogosidad que en ciertas ocasiones da cierta sensación de atropello y que no siempre permite a la música respirar con normalidad.
El programa comenzó con la versión para piano que Franz Liszt hizo de La muerte de amor de Richard Wagner. En la versión del Sr. Abduraimov tuvimos una exquisita exposición del tema principal, una perfecta graduación en los crescendos, y una admirable variedad en el fraseo, elevando el tono del recital desde la primera obra.
Con la Sonata en si menor de Franz Liszt hablamos de palabras mayores. Una obra que se ha llevado por delante a grandes pianistas y que sin embargo, en las manos del uzbeco pareció de una facilidad asombrosa. Desde el cuidado con que dibujó –en un pianísimo casi imperceptible– el arranque de la obra, hasta el poderío con que exprimió los grandes clímax, donde las escalas y las octavas parecían de juguete en sus manos –un sonido asombrosamente claro y por momentos también atronador– el Sr. Abduraimov nos mostró una gama dinámica de muchos quilates, a la que por poner un pero, tuvo un par de momentos– después de los crescendos–donde le hubiera venido bien algo menos de nervio y un poco más de relajación. Hay un intangible que podemos utilizar para medir la calidad de la interpretación y el efecto que está teniendo en el público. El martes, durante esta obra, por primera vez en muchos conciertos, no hubo ni toses ni móviles ni nada que nos hiciera perder la atención. Nos metió de tal manera en la sonata que acabamos como hipnotizados. Tras los acordes finales, pudimos liberar la tensión acumulada, y la ovación fue de gran intensidad.
En la segunda parte, el Sr. Abduraimov nos sorprendió con la versión para piano que Sergei Prokofiev extrajo en 1940 de su ballet Romeo y Julieta. Obra preciosa, de grandes contrastes, con una riqueza que solo un grande como él era capaz de trasladar al piano, las diez piezas nos resumen la historia.Lamentablemente se oye muy poco en vivo, y que yo recuerde, solo Nikolai Lugansky en 2004 interpretó las cinco piezas finales. Este martes, el uzbeco dio en el clavo en casi todas las piezas –precioso el fraseo con que el que describió la escena del despertar de la calle, pulcra claridad en la joven Julieta, o ritmo y energía vibrante en Máscaras y en Mercurio –aunque quizás fuera en la Danza de los caballeros de Mostescos y Capuletos o en el dramático final de La despedida –a pesar de los irritantes trinos finales– donde dio lo mejor de sí mismo.
La respuesta del público estuvo al nivel de la interpretación. Toda una colección de bravos que fueron correspondidos con una obra fuera de programa, La campanella, el tercero de los Grandes estudios de Paganini de Franz Liszt, que ya dio en el recital del Carnegie Hall que antes mencionaba, y que fue interpretado con un sonido pulcro, de belleza arrebatadora y con un nivel de virtuosismo que rara vez escuchamos.
Al igual que dije con el recital de Benjamin Grosvenor, el éxito fue total, y… el Auditorio con media entrada. Los que no vinieron se lo perdieron.
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