Alceste (Gluck). Ópera Nacional de París, Palais Garnier. 2/10/2013
Si hay un repertorio donde Minkowski se yergue casi inalcanzable, seguramente ese sea Gluck. En este sentido, su trabajo con este Alceste parisino, a las órdenes de sus Musiciens du Louvre Grenoble, sólo puede calificarse como brillante, dada su articulación, tan briosa como delicuescente, y dados también sus tiempos y su imaginación en el fraseo, de una coloración embriagadora. Y aun siendo así, lo más fascinante de este Alceste no ha sido su espléndida dirección musical, sino la brillante propuesta escénica de Olivier Py, con escenografía y vestuario de Pierre-André Weitz e iluminación de Bertrand Killy.
Pongamos al lector en antecedentes: al llegar a la sala de la Ópera Garnier, más o menos media hora antes del inicio de la representación, se encontraban dispuestos en escena dos grandes paneles negros, con sendos andamiajes articulados delante de ellas. Esos paneles negros no eran otra cosa que dos inmensas pizarras en las que un equipo de seis dibujantes iba perfilando, durante esa citada media hora, una brillante y esmerada recreación a tiza de la fachada exterior de la propia Ópera Garnier. De tal modo que al iniciarse la representación, el espectador tenía ante sí el palacio de Admète, asimilado ahora con el propio palacio de la Ópera de París. Más allá del recurso, efectista en sí mismo, lo relevante es que esa técnica iba a marcar el planteamiento escenográfico durante toda la representación, en la que no había una escenografía fija propiamente dicha, sino un decorado efímero, en constante dibujo y borrado. Py vuelve sobre el clásico recurso de pensar la caja escénica como un espacio vacío, desnudo y neutro, sobre el que todo es posible partiendo de recursos tan austeros como la luz y la tiza.
Quizá este recurso del constante dibujo escenográfico podría antojarse superfluo y motivo de distracción, pero muy al contrario, introduce un nuevo nivel semántico en la representación, constantemente pegado, además, al libreto y a sus alusiones. Por otro lado, los aciertos de la propuesta de Py no se quedan ahí. Además de una contenida pero precisa dirección de actores, buscando una trágica y lograda austeridad, Py decide subir a la orquesta al escenario tras el descanso, que se reanuda con el tercer y último acto de Alceste. El foso queda así vacío, y cede su espacio a la representación, para hacer las veces del Hades. Foso y escena intercambian en cierta manera sus cartas y música y teatro se funden en un todo equilibrado, natural y brillante, que da a entender que el libreto se resuelve precisamente por la intervención de la música (la musique sauve tout). En el debe, Py desdibuja un tanto el final, no quedando del todo claro si se resuelve tan felizmente como el libreto prescribe.
A su lado, como Admète, el tenor francés Yann Beuron sustituía al inicialmente previsto Roberto Alagna, que canceló su presencia en esta producción semanas antes de iniciarse siquiera los ensayos. Beuron iba a ocuparse de parte de las representaciones, pero finalmente se hizo cargo de todas ellas. Ya habíamos podido contrastar su desempeño en el Real, como Tito y como Pelléas, y encontramos de nuevo al intérprete elegante, claro y fiable, aunque a cargo de un timbre pálido en exceso y con una acentuación algo blanda por momentos. El resto del cartel fue francamente eficaz en sus cometidos, destacando el Grand Prêtre d'Apollon de Jean-François Lapointe, lo mismo que el Hercule de Franck Ferrari y el Oracle de François Lis.
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