Por Aurelio M. Seco
Oviedo. 29/03/14. VIII Gala Premios Líricos Teatro Campoamor 2013.
Ayer sábado tuvo lugar en Oviedo la VIII Gala de Entrega de los Premios Líricos Teatro Campoamor, galardones que, desde su creación, ya se han convertido en uno de los puntos de encuentro de críticos, programadores, artistas y aficionados a la lírica de nuestro país. En esta ocasión, el diseño de la velada se dejó en manos de José Carlos Plaza, director de escena que realizó un planteamiento poco edificante en torno a lo que se denominó “Siete pecados capitales musicales”, idea rebuscada que nadie entendió ni quiso entender, por lo farragoso y pesado de su confección.
Los cantantes que se eligieron para presentar la gala (María Rodríguez, Marina Rodríguez-Cusí, Enrique Ferrer y Gerardo Bullón) son interesantes, sin duda, pero de ninguna forma podían, como no pudieron, hacer brillar las obras que cantaron, que fueron demasiadas y, en muchos casos, llevadas por excesivas limitaciones. Tampoco estuvieron especialmente brillantes en sus tareas de presentación. ¿No hubiera sido mejor, sobre todo en tiempos de crisis, contar con menos presentadores pero de mayor envergadura artística? Otros años se optó por la elegancia, el buen humor o artistas de mayor enjundia. Y resultó mejor. Incluso se contó con personajes conocidos que, de una u otra forma, aportaron algo especial y significativo. En ésta lo que predominó fue la discreción artística y la desorientación ante la puesta en escena. Todos sabemos que la situación no está para grandes dispendios pero, ¿de verdad no había un vestuario más elegante para los presentadores? La luz tampoco se diseñó con esmero y limpieza.
Antes de comenzar la función, se anunció por megafonía el mal estado de salud de Enrique Ferrer, aquejado de una “infección respiratoria” que, sin embargo, no le impidió cantar. Uno ya empieza a estar realmente harto de estas situaciones. Lo primero es que, con este tipo de anuncios, la impresión ya no es buena desde el principio. Si no se está en condiciones de ofrecer lo mejor de uno mismo al público, ¿no es mejor dejar su sitio a otro que dar una mala impresión? Tras oírle cantar, no parecía haber mucha diferencia entre lo que habitualmente le hemos oído y lo que ofreció en esta ocasión. Seguro que no era el caso, pero tenemos la sensación de que muchos artistas realizan estos anuncios por megafonía para que se les perdonen ciertas irregularidades interpretativas.
En el Campoamor he llegado a ver situaciones realmente tristes, de intérpretes que, sólo “por respeto al público”, accedían a cantar, aunque estuvieran en malas condiciones de salud. Es lamentable observar cómo parte de la sala aplaude estas actitudes agradeciéndo al artista de turno el “sacrificio” , y a éste con la mano en el corazón, cuando no enjugándose los ojos, agradecer la generosidad y comprensión de sus seguidores. Creemos que todo este melodramatismo vacuo y pueril debería estar alejado de las prácticas de cualquier temporada lírica o musical seria. Si alguien no puede ofrecer lo mejor de su arte a un público que en una temporada lírica llega a pagar 150 euros o más por una entrada, debería dejar su lugar a otro. Eso sí sería tener respeto por el público. Lo otro es una flagrante e inadmisible falta de respeto.
Todos los presentadores de la gala son cantantes de respetable trayectoria, y están en condiciones de defender su trabajo con honestidad en un repertorio adecuado y en unas condiciones alejadas del exhibicionismo innecesario que se dio en esta ocasión. Desde luego, cantaron demasiadas obras, prolongando sin razón la velada y dentro de un repertorio que no siempre extrajo lo mejor de sus virtudes. ¿Acaso era necesario que Ferrer cantase la difícil y conocidísima “Aria de la flor” de la ópera Carmen de Bizet? ¿No es evidente que sus características líricas no podían hacer brillar la obra, por muy sano que estuviera? Lo mismo se podría decir de Marina Rodríguez-Cusí. Siempre es agradable oír la famosa “Habanera” de Carmen, sobre todo cantada en la voz de una mezzo tan elegante y respetada, pero creemos que fue innecesaria esta inclusión como otras muchas a lo largo de la velada, incluidos los llamamientos a la libertad, que al director le debía interesar mucho dejar patentes, pero que no venían a cuento. Las participaciones líricas fueron excesivas por tediosas y poco estimulantes, y dotaron a los presentadores de un protagonismo exagerado, que no fue justo que tuvieran, ni por calidad ni por el momento.
En una gala de estas características, son los premiados los que deberían tener mayor protagonismo. Qué pena ver la forma en que se despachó la entrega de premios de instituciones como el ICCMU, cuyo galardón recogió Emilio Casares, toda una institución en España e historia viva de nuestra musicología, quien salió aprisa y corriendo para coger la estatuilla, dar dos besos y marcharse sin decir nada. Qué frialdad de escena. Qué pena, porque sin duda era el momento para escucharle, sobre todo si tenemos en cuenta que acaba de dejar la dirección del ICCMU tras muchos años de incesante trabajo en favor de nuestra música. Que los premiados digan unas palabras no debería ser una opción, debería ser obligatorio. Varios momentos de las galas de años anteriores se recuerdan, precisamente, por algunas de las palabras que, de manera tímida, regalaron algunos de sus premiados. En ésta también hubo contadas ocasiones de oír sus voces. Y menos mal. Fue el caso de Emilio Sagi, que nunca defrauda. Qué artista y hombre más admirable. Su obra está llena de sensibilidad, humanidad y una alegría de vivir contagiosa y energizante que salta a la vista sólo con verle en escena. Sagi se acordó de Pepa Rosado y Rafael Castejón. También del alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, otro de los recientemente fallecidos y, en su opinión, una persona que entendía que los "artistas deben trabajar en libertad". Estas galas van de eso precisamente, de los grandes artistas y de las más destacadas personalidades, de su reconocimiento y su recuerdo. ¿Es tan difícil de entender?
Otros fallos de cajón: ¿Cómo no se le ocurrió a nadie incluir una grabación con la voz del extraordinario tenor español Pedro Lavirgen? Se le dio el premio a toda una carrera. Qué menos que oír su voz, ¿no? Lavirgen es un verdadero artista, de los que ya no abundan. Cada palabra suya es un tesoro que hay que estimular porque, como en el caso de Casares, es historia escrita con mayúsculas. ¿Acaso no hubiera sido bonito oír algunas de sus más importantes interpretaciones? Su voz cantada, en definitiva. ¿O era más importante enumerar el “Séptimo pecado musical” con sus divagaciones literarias? Seguro que no eran absurdas para quien las confeccionó pero, en este contexto, sonaron como tal. En ocasiones, incluso los grandes artistas –José Carlos Plaza lo es- deberían levantar la cabeza del libro y adquirir una mejor perspectiva del porqué de las cosas.
La inclusión de una gran tela traslúcida cerca de la boca del escenario permitió proyectar sobre ella bonitas imágenes, pero generó un problema acústico que tendría que haberse tenido en cuenta. ¿Nadie se percató de que, dicha tela, velaba discretamente la mayoría de las voces del coro salvo la de los componentes que estaban justo en la esquina y a quienes ésta no tapaba? Esto hizo que la voz de alguno de los cantores masculinos del coro llegase con más claridad e intensidad que la del resto. Al no tratarse de una voz de excesiva entidad, se desdibujó en algún momento el sonido del conjunto que, como todos los coros, compensa la calidad de unas voces con las otras para obtener una sonoridad unitaria y empastada. El Coro de la Capilla Polifónica estuvo correcto toda la noche, e incluso obtuvo algún momento destacable, acompañando la famosa “Di quella pira” del Trovador de Verdi, que Gregory Kunde cantó de forma magistral, agudo final incluido, aunque tuviera alguna carraspera incómoda que se hubiera solucionado aclarando la voz.
Kunde fue otro de los que intervino de manera escueta, destacando el gran honor que suponía para él haber recibido el premio. Carmen Romeu también estuvo acertada. Interpretó un inusual fragmento de La donna del lago de Rossini, el “Rondó de Elena”. La cantante quiso hacer un guiño al repertorio serio del compositor de Pésaro, al que estamos más acostumbrados a oír en su vertiente cómica. La interpretación resultó elegante y refinada, y aunque el color de su voz variase demasiado cuando cambiaba el registro y en algún momento sonase algo entubada, Romeu dejó patente su sentido del buen gusto, notable afinación y saber estar. Nino Machaidze también dejó un buen sabor de boca. Recogió el premio como mejor cantante femenina de ópera. Y aunque a su carrera le falte naturalidad y esté llevada por un excesivo tono de márketing totalmente innecesario, estamos ante una destacada soprano, de sólida técnica, de voz reluciente, que sólo mostró un punto débil al final de su interpretación del "Aria de Fiolilla" de Il turco in Italia de Rossini, en el que quizás un mal cálculo en la respiración le hizo renunciar al agudo. Hubiera sido la guinda de un hermoso pastel que, sin ella, tampoco desmejoró el sabor.
La actuación de Ainhoa Arteta hay que ponerla aparte por su enorme calidad. Qué duda cabe que Arteta se ha convertido en una de las más importantes sopranos, no ya de España, sino del mundo. Su manera de entrar en el escenario y saber estar sobre él habla con claridad meridiana de una artista con letras mayúsculas, una verdadera diva del bel canto que, además, posee una cualidades vocales superdotadas. No entendimos por qué, si recibía el premio como mejor cantante de ópera española o zarzuela, optó por cantar el aria “Ecco: respiro appena…” de la Adriana Lecouvreur de Cilea. No fue apropiado, desde luego. El repertorio español merece un mayor respeto, sobre todo si te premian por él. Pero si nos olvidamos de este detalle, sólo cabe calificar su participación de extraordinaria. Arteta desplegó una cantidad de matices interpretativos sobrecogedores, un buen gusto elegante y matizado como pocas veces hemos oído en el Campoamor en los últimos años, y una capacidad de epatar que solo está a la altura de las más grandes sopranos de nuestro tiempo.
Fue una pena que Riccardo Chailly no acudiera a recoger el premio, que agradeció su hija; y una suerte que Calixto Bieito llegase a tiempo de recoger el suyo... Dejamos el comentario de la dirección musical para el final. César Álvarez es un director asturiano que, a decir verdad, no se ha prodigado todo lo que debiera en el Principado de Asturias. No por su gusto, es obvio, sino por el de los programadores de la región. Seguramente, Álvarez tenía que haber dirigido más a la Oviedo Filarmonía y a la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, pero creemos que en esta ocasión, su elección no ha sido un acierto. Un programa tan complicado y diverso requiere de una batuta muy experimentada acompañando a cantantes. Y recalcamos esto porque creemos que, durante toda la velada se acompañó a remolque de los intérpretes, y con unas versiones laxas, parcas de afinación y un carácter excesivamente relajado. Entre otras cosas, fue evidente que la interpretación de la música de Beethoven no estuvo a la altura de la partitura. Por otro lado, Álvarez se preocupó de cuidar el volumen de la orquesta, cosa que estuvo muy bien y que dejó momentos de pianísimos verdaderamente interesantes. En cualquier caso, creemos que hay ciertas oportunidades por las que hay que saber esperar, y esta era una de ellas. No entendemos cómo la organización de los premios o la orquesta ha tenido la osadía de elegir a una batuta todavía en progresión para un evento de esta responsabilidad y magnitud. Si la idea era dar una oportunidad, ha estado un poco envenenada.
¿Y qué ha sido lo más destacado de la velada?: la interpretación de Ainhoa Arteta, la voz de Gregory Kunde y la presencia de Pedro Lavirgen, que una vez más se acordó de su esposa Paquita, el amor de su vida y la persona a la que afirmó deber su carrera. Qué vida más extraordinaria han tenido que vivir juntos. Toda una vida, nada menos. Y qué sencillez desprenden cuando se les trata, tan alejada del divismo rancio y vergonzante en el que se sitúan otros. El año pasado, Codalario también concedió su premio “A toda una carrera” al gran Pedro Lavirgen. Un año antes que los Campoamor, todo hay que decirlo, porque hacía muchísimo tiempo que nadie se acordaba de este gran artista, para nuestra vergüenza. Y era obligatorio dárselo a él. Cuando llegó a la sala Manuel de Falla de la SGAE, siempre con su esposa de la mano, nos regaló un disco de sus grabaciones. “¿Sería posible poner alguna de las piezas?”. “Por supuesto, Pedro, cómo no”. Su discurso fue precioso. Le emocionó a él y a nosotros, y ha quedado grabado para la historia de nuestra memoria como un tesoro, de los de verdad.
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